Hagamos un experimento. Queremos plantear un desafío al señor lector, consistente en que lea la siguiente entrada del blog hasta el final. Hágame caso: la entrada es lo suficientemente aburrida como para que su lectura completa pueda considerarse como un desafío. Ánimo.
“Las conferencias y las charlas antes eran de utilidad. Ahora en que todos saben leer, y siendo los libros tan numerosos, son innecesarias”, dijo el doctor Samuel Johnson a sus amigos en abril de 1781, y su opinión aparece recogida —entre otras muchas cosas instructivas, divertidas y, según se mire, altamente provechosas o inútiles— en la monumental biografía Vida de Samuel Johnson, obra de su amigo James Boswell; este libro está escrito con una cercanía y un conocimiento tan detallado del objeto del análisis, y con un espíritu tan noble y ecuánime, que seguirá siendo durante muchos años la pieza referencial y canónica del género biográfico. Así, el doctor Johnson pensaba que, con la proliferación de la lectura, la retórica iría a menos, pero se equivocó de una manera tan abrumadora que hoy, dos siglos y medio después, resulta que lo que está en peligro de extinción es el libro.
Estamos viviendo en un mundo de personas preparadísimas, de gente que ha llegado a la cima del conocimiento particular; y podríamos encontrarnos en un momento histórico incomparable para eso que se conoce como la erudición tradicional, ya que tenemos a nuestro alcance prácticamente todos los textos escritos por todos los escritores que en el mundo han sido. Pero resulta que, en realidad, lo que manda es lo audiovisual, y vivimos en el reinado de las conferencias, charlas, ponencias, documentales, películas de ficción, series de ficción, podcasts, y posts de youtubers, instagramers, tiktokers y demás. ¿Cómo se puede explicar la convivencia de ambas circunstancias?
Hay varias teorías que explican este último fenómeno, y casi todas están relacionadas con dos factores: a) la especialización del conocimiento, que podría haber laminado buena parte de las aspiraciones de erudición multidisciplinar a la antigua, y b) la ley del mínimo esfuerzo, que es inexorable, de una infalibilidad absoluta. Hay poco tiempo para leer y leer es una actividad más sufrida que ver un vídeo.
Esto último no es en realidad una opinión, sino que es un hecho observable y medible. Recibir un mensaje por vía audiovisual puede provocar (o no) la puesta en marcha de los mecanismos de raciocinio del receptor, pero no requiere de él nada más que una posición esencialmente pasiva. Estamos ahí, y la información se nos lanza y nos cae encima. Nos riegan el mensaje. Nosotros no tenemos que hacer gran cosa: solamente seguir siendo algo parecido a los seres humanos y permitir que nuestro cerebro utilice esta información de una manera algo más sofisticada que como lo haría el cerebro de una mula o el de buey de carreta. Las diferencias entre ser humano y animal irracional se ven en este preciso momento, en el uso que damos a la información chorreada sobre nosotros.
En cambio, leer es otra cosa. Leer es un trabajo activo. Leer requiere que el cerebro del lector se ponga en marcha, transite sufrida y penosamente por el texto, recoja visualmente la combinación de letras, contemple y evalúe las asociaciones de palabras, y descifre el código del lenguaje escrito para pasar después, solo después, a reflexionar sobre lo leído.
Es decir, que para llegar a la misma situación de alguien que está viendo una serie, el lector ha tenido que hacer un esfuerzo previo absolutamente terrorífico. Ha tenido que trabajar con dolorosa determinación para llegar al punto de partida. En cambio, el espectador de la serie no ha tenido que hacer nada: la información ha caído a chorros sobre su cerebro yaciente y pasivo.
Por tanto, podemos afirmar que leer un texto obliga a un esfuerzo. La magnitud del esfuerzo dependerá de las características del texto y de la capacidad o el temperamento de cada lector. Ante esta realidad, la mayor parte de los ciudadanos optará, como es natural, por ver la película o escuchar el podcast antes que afrontar el absurdo y heroico trabajo de descodificar sintagmas.
Sabiendo que la practicidad siempre manda, nosotros pensamos que, más allá de los conocimientos que se adquieren leyendo, el hecho físico de leer es un trabajo que fortalece la tonificación cerebral, despierta habilidades ocultas en la sesera humana y refuerza la voluntad tanto como correr un maratón. Además, psicológicamente nos separa un poco más del ganado bovino.
El doctor Samuel Johnson también afirmó en la misma reunión de 1781 —siempre según su biógrafo Boswell— que una de las pegas de las charlas frente al libro era la fugacidad de la palabra hablada, su carácter esencialmente efímero: “Si uno se distrae y se pierde gran parte de la conferencia, adiós: no es posible volver atrás y retomar el hilo como en un libro”. Evidentemente, este argumento servía en el siglo XVIII pero ha quedado demolido desde hace un par de décadas con la llegada de esa red prodigiosa donde todo queda colgado y en la que podemos recoger cualquier contenido en cualquier momento y rebobinarlo o avanzar a gran velocidad para verlo y escucharlo a través del teléfono o la tablet cuando tengamos un rato.
En consecuencia, ya no queda una sola razón práctica para ponerse a leer y está perdiéndose la capacidad de realizar esta actividad. Hace poco he formado parte de una tentativa de taller de lectura junto con unos amigos que son unas personas maravillosas, brillantes, unos profesionales de enorme prestigio y con unas carreras universitarias indiscutiblemente lustrosas, y en el mencionado taller propuse leer una novela rusa muy extensa y algo deshilachada. El intento quedó en eso, un intento; los amigos, que representan a la flor y nata de la sociedad española del siglo XXI, no pudieron escalar las exigentes rampas y desniveles del clásico ruso y no digamos coronar su cima: no se llegó ni al primer campamento base. La literatura rusa funcionó como un poderosísimo material corrosivo y el taller de lectura quedó abandonado sin haberse llegado a hablar sobre el primer libro.
La preponderancia de lo audiovisual no merece ser discutida. Usted y yo conocemos a muchas personas que, entre una cosa y otra, se pasan un año entero o incluso dos sin leer un solo libro, aunque en esos dos años hayan podido sacar tiempo para ver todas esas series que hay que ver. Y los que escriben textos conocen esta realidad fatídica. Así, cuando ya no queda más remedio que leer un documento, sus autores se han preocupado de poner en negrita las frases esenciales de cada párrafo, e incluso han añadido tristemente en el encabezamiento una medición indicativa del tiempo aproximado que va a tener que emplear el lector en leer el texto, para que el lector vea si va a poder terminar la lectura en el tiempo que tiene entre capítulo y capítulo de una serie. El mero hecho de la medición del tiempo estimado pone la piel de gallina, pero ahí está. Dios nos libre de quitarle tiempo a un espectador para que pueda seguir en su sedación semiinconsciente.
Dicho todo esto, y a pesar de vivir en este medio ambiente tan favorable a lo audiovisual, resulta que todavía se escriben libros y que, según parece, se leen. Es un hecho prodigioso que de algún modo refuta la teoría recientemente expuesta y que, en ese sentido, nos maravilla. Entendemos que se leen solamente los libros entretenidísimos, los casi audiovisuales, pero el trabajo de recorrer un texto y desbrozarlo sigue siendo un desafío, y hay millones de valientes que siguen aceptándolo.
Si usted ha llegado al final de esta entrada tan plomiza, debe saber que, en su proporción, usted forma parte del grupo de los héroes de la palabra escrita. Siéntase orgulloso.