Sleepy Joe

En Estados Unidos se han celebrado las elecciones de mitad de legislatura, que normalmente suelen ser una bofetada al partido que ocupa la Casa Blanca, pero en esta ocasión parece que los demócratas han salvado los muebles. A pesar de los pronósticos adversos, y de la inflación titánica, y del enardecimiento generalizado de la población, los candidatos republicanos no han arrasado, y en algunos casos incluso han sufrido revolcones considerables. Este resultado puede interpretarse como un pequeño fracaso de Donald Trump, que sigue siendo la gran presencia espectral en el partido conservador, o como un respaldo para Joe Biden, actual presidente.

Los resultados sorprenden mucho porque alrededor de la figura de Biden hay enormes incógnitas: ¿está bien o está gagá? ¿Se presentará a la reelección en 2024, con 82 años? ¿Se romperá la cadera en la ducha? Biden camina lentamente, habla con la vibración desmayada de la vejez en la garganta y se equivoca ostensiblemente en cualquier intervención pública. Trump le bautizó como sleepy en uno de sus fogonazos de retórica faltona. Sleepy Joe.

Para un espectador foráneo, la figura de Biden es incomprensible. ¿Cómo puede ser presidente de la mayor potencia del mundo un hombre que ahora mismo tendría muchos problemas para llevar a alguno de sus nietos a tomar un helado?

Pero conviene mirar un poco más allá y entender que, entre los electores norteamericanos, Biden es algo más que el presidente más o menos disecado que vemos hoy. Biden en Estados Unidos es una figura histórica, tradicional, reconocible. Biden lleva en la vida parlamentaria o gubernamental desde 1972, y el público le ha visto enviudar joven, sufrir en el escaño, debatir con todo el mundo, meter la pata mil veces y mantenerse en pie. Biden ha sido un demócrata hiperactivo, muy cercano a los republicanos; un experto en cruzar el pasillo para negociar leyes con el adversario. Biden era uno de los mejores amigos del republicano John McCain; era el encargado de templar gaitas, el que mejor se movía para llegar a acuerdos bipartidistas. Biden ha cultivado con éxito la imagen de un hombre extraordinariamente cordial y cercano; el más conservador de los izquierdistas, el más radical de los centristas, el vecino que te presta el cortacésped, el pariente que anima cualquier fiesta, el amigo que te escucha consternado cuando le hablas de tu divorcio o el peatón anónimo que te ayuda a cambiar la rueda del coche.

Esta imagen de personaje vigoroso y simpático era la que se tenía de Joe Biden, aunque ustedes tal vez no lo crean viéndole ahora.

El momento de la verdad para Biden tuvo lugar en 2016, cuando terminó su segundo mandato como vicepresidente de Obama y podía haberse presentado para sustituirle. Pero entonces tenía 74 años, y tal vez se consideró a sí mismo como demasiado viejo, o tal vez el partido demócrata tomó la decisión por él, pero el caso es que Biden optó por la retirada.

Y aquí surge de nuevo la pregunta: ¿qué pinta Biden ahora, de presidente decrépito? ¿Por qué volvió y se presentó?

Y la respuesta a todas estas preguntas posiblemente no esté en Biden, sino en Trump. La llegada de Trump, su presidencia arrasadora, su manera de convertir el partido republicano en un laboratorio conspiranoico, su talento para inflamar los nervios de un tipo muy específico de elector, su desprecio por las instituciones y por el cargo que él mismo ostentaba, su afición a mentir desorejadamente y sin descanso, su falta de compasión hacia cualquier ser humano que no sea Donald Trump.

Trump era un presidente desbocado al que todo le importaba un pimiento. Un hombre estrictamente trumpista, sin conocimientos jurídicos o administrativos, sin creencias constitucionales. Un hombre que conectó con el corazón y el estómago de sus electores.

A mitad de mandato de Trump, en el partido de la oposición se piensa que la cosa pinta muy mal y que, para las elecciones de 2020, frente a alguien tan corrosivo y falto de vergüenza como el presidente, no se puede poner un candidato con fama de comunista (Sanders), ni a un gay (Buttigieg), ni a una mujer negra (Kamala); no era buena idea elegir a un candidato que molestara o dividiese. Así que alguien llama a Joe Biden, que es el hombre moderado, integrador, con experiencia, con pocos enemigos, y el señor Biden acepta. Como candidato, el partido demócrata necesitaba urgentemente al vecino reconfortante y de fiar, al político que no creaba anticuerpos.

Así, la victoria de Biden sobre Trump en noviembre de 2020, y lo que pasó los siguientes dos meses —que culminaron en el catastrófico 6 de enero de 2021—, fueron la prueba de que la idea de poner a Biden era buena, no solamente porque Biden demostró que era el candidato idóneo, sino porque Trump, por su parte, demostró, durante el rocambolesco traspaso de poderes, que efectivamente era un personaje tan sombrío y peligroso como parecía.

La cosa es que el candidato idóneo Biden se convirtió de pronto en el presidente viejuno Biden. Sleepy Joe, en efecto. Es de suponer que Biden retiene aún todas sus capacidades para la empatía cariñosa, pero desde luego puede verse que el hombre anda ya, como mínimo, con poca chicha, sin mucho vigor. El vecino amable y de total confianza sigue siendo amable, pero antes era un torbellino de energía y hoy va con el tacataca.

Por tanto, a nadie le gustaría verle como candidato otra vez.

Y he aquí la importancia que ha tenido el resultado de las recientes elecciones legislativas. Si de verdad han supuesto una cornada para Trump y para todos los candidatos más o menos tronados que han contado con su chirriante apoyo, la buena noticia puede ser doble: por un lado, quizá el partido republicano abandone tras este frenazo las teorías supremacistas del reemplazo, la inflamable dicotomía libertad versus democracia y las paranoias más o menos teocráticas que invitan a armarse hasta los dientes para defenderse no solamente de los malhechores foráneos, sino incluso del Estado.

Y, por otro lado, la hipotética ausencia de Trump como candidato podría permitir al partido demócrata respirar un poco y licenciar finalmente a Joe Biden, dándole un abrazo y mandándole a tomar helados con los nietos. Sustituirlo por otro candidato, en definitiva.

 Sin embargo, este escenario tan razonable pertenece al ámbito de lo fantástico y tendría que descomprimirse mucho el ambiente antes de que podamos verlo.

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