Las columnas de Rajoy

Mariano Rajoy ha debutado como articulista en el periódico El Debate con unas crónicas sobre los partidos de la selección española de fútbol en el Mundial de Qatar. Los artículos del expresidente son unos breves artefactos de sintaxis tartamuda y descompensada, más bien cubistas, cuyo fondo es tan extravagante como su forma: es imposible sacar conclusiones conceptuales después de leer los artículos dadaístas de Rajoy; es imposible saber si el autor está en contra de Luis Enrique, o a favor, o si considera que las posibilidades de prosperar en el Mundial que tiene la selección aumentan o disminuyen después del partido comentado. La prosa de Rajoy es una barrera que nos impide llegar a su pensamiento último.

O sea, que estos artículos son puro Rajoy. Un amigo mío dice que se los escribe algún becario desatento y toxicómano, pero el propio Rajoy ha desmentido a mi amigo y ha declarado que manda sus crónicas al periódico en forma de nota de voz de WhatsApp. Lo de dictar el artículo a la telefonista del periódico es una costumbre muy vieja y de una gran utilidad durante todo el siglo XX, pero los grandes cronistas de la inmediatez solían escribir primero el artículo en un papel antes de leérselo a la telefonista, mientras que lo desbarajustado de las crónicas marianescas nos invita a pensar que el expresidente va inventándoselas mientras las graba con el teléfono.

Frente a toda la chanza y el escarnio que han suscitado estas crónicas en las redes sociales, nosotros creemos que los artículos de Rajoy son una manifestación genuina y pura de los talentos de su autor y, en ese sentido, los aplaudimos. Rajoy ha sido siempre un hombre indiscernible, de una reserva socarrona, amigo de dar esquinazo, de una disposición doctrinal huidiza. Nadie sabe nunca lo que Rajoy está pensando; Rajoy es la cautela política, la ironía difusa. Sus capacidades retóricas —que las tiene, y abundantes— se han caracterizado siempre por el distanciamiento, el desprecio educadísimo por su interlocutor, las alusiones discretas pero muy corrosivas, el equívoco como actitud ininterrumpida, la impermeabilización contra los ataques frontales.

Todo esto está, llevado al surrealismo fully loaded, en sus desconcertantes artículos deportivos. Y con estas columnas Rajoy se ha convertido en trending topic. Sus textos pasan de mano en mano provocando la risa del público cibernético, ávido de jaleo.

Mientras tanto, en el Congreso de los Diputados, los niveles de decibelios y bilis se han disparado. Curiosamente, la aparición de las columnas deportivas rajoyescas ha coincidido con ese incremento en la tensión parlamentaria que todos estamos teniendo la desgracia de presenciar. Porque, desde hace algunas semanas, los miembros más conspicuos de la extremosidad representativa a ambos lados del hemiciclo —y muy principalmente desde los escaños azules— están sobrecargando la atmósfera de aquella casa con toda la humareda dialéctica que, según sus asesores, es el combustible que va a llevarlos al triunfo en los procesos electorales que nos esperan durante todo el año que viene. La dinámica diaria está siendo más o menos la siguiente: los insultos, las procacidades y el desmelene chocarrero se lanzan a caño libre y son respondidos con cargas equivalentes de victimismo doliente, y, por tanto, los asuntos que hay que ventilar no se ventilan sino que quedan sepultados por la gresca. Y todos parecen salir ganando.

Frente a tanta violencia escenográfica, que tan estéril y agotadora resulta para el público mediano, surge Rajoy en un plano paralelo con sus disparatadas crónicas deportivas, y de pronto uno pone en contraste ambas cosas y ve que, contra todo pronóstico, echa de menos en sede parlamentaria la ironía marciana y desmanganillada del señor expresidente. Recordemos que, en la tribuna, los discursos de Rajoy parecían llegar enredados en un circunloquio perpetuo e inextricable, pero don Mariano siempre se las arreglaba para decir sólo lo imprescindible para sus intereses y conseguir reírse del adversario sin que éste se diera cuenta.  

Rajoy era un representante impasible y frío de la legalidad consolidada, y es de suponer que eso ya está en desuso. Era un político que no gritaba, que no arrojaba exabruptos, que no lloraba ni quería aparecer como víctima. Los enemigos le consideraban un caramelito y un corrupto. Y la derecha le ha reprochado haber sido un hombre que, con su presunta dejadez, contribuyó a la aparición del multipartidismo ingobernable que tenemos sobre la mesa, y que no supo atajar con mano de hierro los desafíos independentistas; sus correligionarios más trabucaires piensan que Rajoy era un flojo (recordemos el célebre apodo de Maricomplejines).

Pues bien: para todos aquellos que, en silencio, con la cabeza baja, son hoy nostálgicos de la impasibilidad pacífica y provinciana de Rajoy, podría haber ahora una alternativa, también gallega e inexpresiva, representada por el señor Núñez Feijoo, con la salvedad de que a Feijoo se le ve algo más cuco y bastante menos burlón que a Rajoy. Feijoo parece tener una disposición mayor para aprovechar las mareas de opinión y podría acabar siendo más receptivo que el expresidente a las tentaciones populistas o extremas, que ahora son fortísimas.

En cambio, Rajoy vivía en su circunloquio y pasaba de todo, y hoy también pasa de todo. La prueba de su despreocupado temperamento está en sus columnas futbolísticas, escandalosamente absurdas e improvisadas, pronunciadas a la buena de Dios en forma de notas de audio de WhatsApp y dirigidas a la redacción de El Debate.

Nos gustaría que este periódico mantuviese la colaboración de Rajoy más allá del Mundial y que pidiera al autor que ampliara su objeto de estudio a la política actual. Y también nos gustaría que los señores diputados leyeran las columnas de Rajoy no por la utilidad analítica que contienen (utilidad nula o, al menos, ilocalizable), ni con ánimo exclusivamente jocoso, sino por el aire y el tono que transmiten. Es el aire del sosiego, el tono de la pachorra contra viento y marea. Es lo contrario a la exaltación.  

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