El arte al revés

El museo Kunstsammlung, en Düsseldorf, ha inaugurado una gran retrospectiva del pintor neerlandés Piet Mondrian, con el cuadro “New York City, 1”, de 1941, como obra central. Se trata de uno de esos famosos cuadros de rayas perpendiculares y paralelas, con colores esenciales y rasos, que Mondrian pintó al final de su vida. La noticia está en que los responsables de la muestra han determinado que, hasta esta exposición, el famoso cuadro de Mondrian ha estado 77 años colgado al revés, primero en el Moma y, desde 1980, en el propio Kunstsammlung alemán. Al parecer, se ha encontrado una foto de 1944 en la que el cuadro reposa sobre un caballete del estudio del pintor en sentido opuesto al que ha sido expuesto durante las siguientes siete décadas, así que en esta nueva exposición le han dado la vuelta.

El error en cuanto a la orientación es comprensible porque el cuadro no tiene ni pies ni cabeza, dicho esto en sentido estricto, sin ánimo peyorativo. De hecho, tampoco tiene firma; lo más parecido a una firma es el nombre aparece en la parte de atrás del lienzo y que fue escrito por alguno de sus herederos en 1944, año de la muerte del pintor.

Este asunto igual no tiene ninguna importancia práctica pero sí que es una noticia de considerable carga simbólica. Nos ofrece una aproximación al mundo del arte contemporáneo, en el que se ve que la mixtificación y la picaresca conviven en un negocio pujante y altamente lucrativo. A veces el circo está protagonizado involuntariamente por artistas de indudable mérito, muertos hace décadas.

Y Mondrian es uno de ellos. Nacido en 1872, pintor figurativo de gran talento en sus inicios, paisajista con personalidad y muy buena mano, a partir de las primeras décadas del siglo XX se embarca en la búsqueda de lo que él considera como el arte puro, y, basándose en el movimiento teosófico de Helena Blavatsky, empieza a pintar líneas rectas con colores primarios tratando así de llegar a la “retícula cósmica”. Todos estos afanes culminan en una actitud extrema, de exageración intolerante, evitando estrictamente en sus cuadros las curvas y la mayor parte de los colores, e incluso abandonando bruscamente el grupo artístico formado alrededor de la revista De Stijl porque su compañero Theo Van Doesburg había abogado por inclinar las líneas y los ángulos. Así acababan entonces las argumentaciones doctrinales sobre arte: con la enemistad personal.

Así, este pintor optó por la militancia religiosa de las rayas y de los tres colores. En esa actitud tronada, Mondrian llevaba al menos el bagaje de su talento artístico, que lo tenía; muchos pintores de hoy van solamente con el trueno pero sin el oficio para pintar medianamente.

La cosa es que el cuadro de Mondrian que acaban de exponer boca arriba (o boca abajo) forma parte de su famosísimo periodo final, el de los ángulos rectos y los colores primarios. No sabemos si el artista, en su búsqueda de la verdad estética, habría considerado mentalmente la posibilidad de que cada de sus obras tuviese en el siglo XXI un valor de mercado de treinta o cuarenta millones de dólares aun cuando ninguno de los marchantes, comisarios o mercaderes sabe si el cuadro en cuestión debe de exponerse colgado en un sentido o en el sentido contrario.

Toda la preocupación de este pintor por el arte total, por el absoluto subyacente tras toda realidad fenoménica, actitud personal muy respetable que le llevó al fundamentalismo airado y a cosas tan demenciales como prohibir la presencia del color verde en su casa, ha terminado desaguando en la gran piscina del arte contemporáneo, en ese circo de tres pistas para el que se venden millones de entradas de museos donde ningún espectador entiende nada. Muchísimas personas forman colas para ver cuadros de Mondrian y de otros pintores, cuadros que el público contempla rascándose mentalmente la cabeza aunque sin poner de manifiesto su desconcierto, claro, no sea que le tomen por imbécil. Así, en los museos conviven los afanes artísticos sinceros de pintores atormentados con la cuquería de otros artistas de rostro más endurecido, y nadie es capaz de detectar las diferencias entre unos y otros porque nadie entiende nada. Los cuadros pueden estar expuestos boca abajo o boca arriba.

Es posible ofrecer múltiples explicaciones de cada obra colocada en un museo de arte contemporáneo, y serán explicaciones perfectamente admisibles, pero el problema es de dimensiones: las dimensiones multitudinarias. Lo lógico sería que estos museos fueran instalaciones mínimas, en lugares recónditos, pensadas para un público menor, un grupo de gente provisto de las claves para disfrutar con el impacto de las propuestas artísticas. Y entre ese público no estamos ni yo ni usted, señora. Lo propio de nosotros, por el contrario, es encogerse de hombros ante las características de la mayor parte de este arte que nos pasa por encima.  

En cambio, resulta que los museos de arte contemporáneo son edificios inmensos y espectaculares ubicados en los emplazamientos más importantes de las ciudades, diseñados por arquitectos de postín y que, como inversión descomunal, necesitan visitantes, muchísimos visitantes, entiendan o no entiendan nada de lo que ven dentro. Los cuadros son carísimos, los museos son las nuevas catedrales, y la cantidad de dinero que circula en todas direcciones dejaría patidifuso a Mondrian y a cualquier artista que en su momento apostara heroicamente por abandonar la confortable figuración decorativa a cambio de perseguir una abstracción más o menos descabellada; en realidad, durante una época, esta apuesta vocacional por el arte abstracto suponía morirse de hambre.

En fin. El cuadro de Mondrian ha sido colocado al revés (o al derecho) por los señores comisarios de la exposición de Düsseldorf y, con esta maniobra, parece que el espacio cósmico que rodea a esta obra alcanza por fin la verdadera dimensión que el pintor tenía en la cabeza.  

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