La posibilidad del indulto a Junqueras y al resto de los condenados por sedición y malversación en la sentencia del procés está caldeando el ambiente político, ambiente que antes de todo esto ya estaba algo necesitado de refrigeración. Como respuesta al proyecto de indulto que baraja el Gobierno —indulto que, según todos los indicios, se produciría sin un arrepentimiento explícito por parte de los condenados—, este fin de semana ha tenido lugar una concentración multitudinaria de elevado contenido patriótico en la madrileña plaza de Colón. Muchas de las personas que acudieron a este acto consideran que el presidente del Gobierno es un individuo poco recomendable que no representa de manera adecuada la alta magistratura que ostenta; hay otra parte de los manifestantes que opina que a Pedro Sánchez le importa un pimiento la defensa de la unidad del Estado y que está dispuesto a hacer las enormidades que sean precisas para conseguir mantenerse en su puesto, incluyendo pactar con lo que se conoce como los enemigos de España, que son los nacionalistas, los comunistas bolivarianos y cualquier otra fuerza política poco escrupulosa que tenga algún escaño que poner sobre la mesa a cambio de un plato de lentejas. Incluso algunos de los manifestantes de la plaza de Colón creen directamente que el presidente del Gobierno trabaja de manera activa y deliberada para acabar con el régimen constitucional vigente, derribar la monarquía parlamentaria y trocear el Estado.
Por tanto, y en términos generales, los manifestantes de Colón (llamémosles así) no están a favor de Pedro Sánchez. Creen que España es una gran nación que no merece ser capitaneada por un dirigente como este líder socialista. Por decirlo suavemente, los manifestantes de Colón opinan que Sánchez no representa los valores españoles.
En este punto es obligatorio detenerse porque aquí está el meollo del asunto. ¿Cómo puede ser que Sánchez no represente en modo alguno los valores y el temperamento común de los españoles y, sin embargo, esté sostenido parlamentariamente por una mayoría suficiente que, de momento, no parece que se resquebraje? ¿Cómo es posible que los representantes del temperamento común de los españoles tengan menos escaños en el Congreso que la aglomeración deshilachada de los enemigos de España? ¿Es que acaso en España hay más enemigos de España que amigos de España? ¿Qué clase de gran nación es ésta?
En realidad, todo esto es mucho más complicado, porque de entrada la famosa Ley D’Hont —ley que aprobaron con gran consenso y en buena armonía los amigos y los enemigos de España— es una ley proporcional que puede desfigurar mucho la representatividad de mayorías y minorías. Y no es descartable que la relación de fuerzas entre diputados amigos y enemigos de España sufra un vuelco radical tras los próximos comicios. Pero es evidente que entre los españoles hay muchísimos enemigos de España. No sabemos cuántos, pero muchos. Por tanto, la esencia de la españolidad, la configuración territorial, las fronteras, el modelo educativo o el sistema económico son asuntos que están siendo puestos en cuestión cada día por una enorme cantidad de españoles antiespañoles, lo cual es, como mecánica de funcionamiento, algo simplemente extenuante, insufrible.
Y en este punto nos paramos otra vez. ¿No será que, en vista de todo esto, Pedro Sánchez puede que sea el representante idóneo del país? Consideremos por ejemplo el episodio inenarrable de Sánchez rompiendo fulgurantemente la foto de familia en la reciente cumbre internacional de jefes de gobierno para poder caminar unos metros junto a Joe Biden: lo que ya se conoce como el episodio del paseo. Ese paseo, de unos veintiocho segundos de duración, ha sido recogido por las televisiones, y todos hemos podido verlo. Pues bien, los portavoces del Gobierno, con el mismo Sánchez como punta de lanza, han asegurado que esos veintiocho segundos de paseo bilateral al más alto nivel han dado para hablar en profundidad de Latinoamérica, la pandemia, las políticas sociales, el refuerzo de los lazos militares, y muchísimas otras cosas que el Gobierno no nos cuenta porque ya nos ha hecho reír lo suficiente.
Y yo me pregunto: ¿Hay algo más español que este paseo con Biden? ¿Es que no tenemos todos algún pariente dotado, como Sánchez, de esta fenomenal mezcla de cuquería, disposición al peloteo más servil y fanfarronería inverosímil posterior? Yo no conozco a ningún español heroico que sea la reencarnación de Juan Sebastián Elcano o Blas de Lezo, y en cambio conozco a muchos que pagan sin factura, se cuelan en la frutería, y tienen un morro galáctico y una habilidad para flotar en la marea verdaderamente imponentes. El paseo con Biden es un episodio estrictamente berlanguiano, y, como tal, españolísimo. Entre los manifestantes de Colón con menos sentido del humor seguramente se piense que lo español es sólo lo que está comprendido entre la grandeza quijotesca de los conquistadores del Imperio y la gallardía de ese pueblo que no se rinde ante el invasor napoleónico. Pero es muy probable que lo más español sea, en realidad, todo aquello que podría formar parte de un guión de Azcona y Berlanga.
Por tanto, y para desgracia de los señores manifestantes de Colón, el presidente del Gobierno puede ser en realidad el más español de todos los españoles, y perdónenme ustedes. Sánchez da la impresión de ser un oportunista de marca mayor, un superviviente, un hombre sin altura de miras, capaz de sostener dos principios opuestos de forma alternativa y en función del momento. Sánchez va tirando chapuceramente, se mantiene con una política improvisada, funciona a salto de mata y es un abanderado de la gestión sin criterio, a lo que salga. Estos rasgos del carácter se dan en España de manera espontánea, abundante, y en un grado de pureza excelso.
Y, al contrario de lo que dicen los manifestantes más obtusos, Sánchez no quiere romper España. No, hombre. Sánchez vive del ordenamiento jurídico actual. Sánchez espera que la España constitucional sobreviva, porque España es el artilugio jurídico que le da de comer. Pero Sánchez sabe que su supervivencia depende también del entendimiento con las fuerzas centrífugas, dado que las otras no quieren saber nada de su rocambolesca gestión. Y ojo porque las fuerzas centrífugas, las separatistas, que parecen muy exaltadas, son tan cucas y sibilinas como Sánchez, y saben que fuera del marco constitucional solo existe el caos. Por tanto, hay un escenario de simbiosis decantada entre el señor presidente y los grupos que le apoyan, y además hay un teatro de la exaltación golpista que beneficia a muchos. A muchos, sí. Incluso a algunas de las personas más acaloradas de la manifestación de la plaza de Colón. Porque estamos en una época en la que la exaltación proporciona votos: el voto del miedo, el voto de la indignación, el voto de la reacción, de la defensa.
Yo entiendo que es incómodo poner en cuestión nuestras propias convicciones y contemplar con cierta perspectiva los andamios ideológicos que uno va erigiendo en su cabeza a lo largo de la vida, porque normalmente estos andamios se ven siempre de cerca y, así vistos, nos parecen inmejorables. Pero es conveniente alejarse y mirarlos otra vez, salvo que uno quiera seguir viviendo en el cabreo, en la incomprensión o en la decepción depresiva. La gran pregunta es si los centrífugos y los centrípetos, todos, podrán llegar a averiguar qué cosa es esto de ser español y ver si la españolidad está formada por algún mínimo elemento común, por algo que no provoque dentera a nadie.