La inflación y el morro

El aeropuerto es un laboratorio en el que se puede observar la verdadera esencia del ser humano, y es donde una persona ofrece su verdadero carácter. Las autoridades aeroportuarias, con sus retrasos, cambios de puerta de embarque, y con el tratamiento de pasajeros como si fueran ganado vacuno arrinconan la psicología del viajero y la decantan hasta dar con la concentración pura de la personalidad de cada uno. El impaciente es mucho más impaciente en un aeropuerto, igual que el resignado o el nervioso nunca lo son tanto ni tan puramente como cuando están en el aeropuerto.
Además, el aeropuerto es un lugar cerrado a cal y canto en el que la vida se rige por parámetros diferentes a los que se manejan justo antes de entrar allí. Uno pasa esos controles de seguridad masificados y en los que al turista le obligan a desnudarse, abrir la maleta y, en definitiva, convertirse en un becerro, y entramos en esa zona cerrada, la zona del embarque, en la que la realidad cambia. La zona de embarque es un lugar sin salida y en el que el consumo es la única actividad que puede ponerse en práctica (dejando de lado otras ocupaciones absurdas como leer o pensar). La importancia que el consumo tiene en nuestras vidas y en la buena marcha de la economía moderna puede calibrarse con gran precisión en los interiores del área de Salidas de un aeropuerto. La emboscada comercial es perfecta. El viajero no puede salir de allí y tiene todo tipo de bienes sumamente atractivos a tiro de tarjeta de crédito. Y además, si uno hila un poco fino y es observador, verá que uno de los fenómenos más asombrosos que uno experimenta allí es la hiperinflación.

Alguno de ustedes estará familiarizado con las tasas de crecimiento de precios que publican las agencias estadísticas, e incluso varios de nuestros lectores podrían explicarnos la diferencia entre la inflación general y la inflación subyacente. Pero casi todos los lectores tienen una idea perfectamente concreta del precio de las cosas, de cuánto cuestan en el mercado. Pues bien: la zona de embarque de un aeropuerto es un lugar en el que los precios de los productos de consumo físico experimentan una subida absolutamente descabellada y que no responde a otra lógica económica que a la cuquería.

Expliquémoslo con más detalle: en un aeropuerto, uno podría resistir la tentación de comprarse ropa, libros o revistas, y por eso, por esa posibilidad de resistirse, los precios de estos artículos están en rangos más o menos lógicos: si estos productos fuesen carísimos, nadie los compraría porque no hay ninguna necesidad de hacerlo. Sin embargo, uno a veces se pasa muchas horas en estas zonas de embarque y el cuerpo humano tiene unas necesidades elementales que hay que cubrir, entre las que está la alimentación. En la zona de Salidas del aeropuerto hay muchas posibilidades de que tengamos que comprar algo para comer. Y en este segmento comercial de la venta de alimentos es en el que de pronto nos enfrentamos con la hiperinflación desorejada y loca. Uno pide un sándwich vegetal incomestible, un refresco carbonatado de extractos (por pura comodidad lo llamaremos Coca-Cola, arriesgándonos a hacer publicidad gratuita) y un café asqueroso, y lo pide en cualquiera de los comercios habilitados para ello en el aeropuerto, y el dependiente nos comunica que el coste de tales mercancías es de 12,35 euros, cosa que, a puro ojo, supone aproximadamente el doble de la cantidad que habríamos pagado a unos doscientos metros de distancia, fuera de la zona de embarque.

En la economía normal, los precios de los bienes de consumo van sufriendo unos ajustes de acuerdo con la oferta y demanda. Si un precio es mucho mayor que lo que la clientela está dispuesta a pagar, ese precio tendrá que bajar. En algunos lugares exclusivos, únicos, el precio es altísimo porque hay una demanda suficiente para que eso se sostenga. Todo esto forma parte de la normalidad comercial y lo mejor que uno puede hacer es asumirlo, dado que cualquier intento por manejar estas variables suele acabar como el rosario de la aurora y desemboca en situaciones más o menos dictatoriales. Sin embargo, en la zona de embarque de un aeropuerto las leyes económicas valen un verdadero pimiento, y el factor imperante es el secuestro del consumidor. El consumidor está secuestrado en una zona acordonada y es la víctima idónea del experimento económico al que nos estamos refiriendo. Apliquémosle sin ninguna vergüenza una escala de precios más propia del Hotel du Palais de Biarritz, aunque no disfrute de ninguna vista maravillosa del Cantábrico, y aunque el café se lo sirvan no en una taza de porcelana de Transilvania sino en un vaso de cartón, y aunque el café no se lo sirva un camarero profesional con vocación de servicio sino un adolescente detrás de una caja registradora, adolescente que, por otra parte, no quiere hacer ese trabajo, y se le nota.

Por tanto, pongamos de manifiesto que al entrar en el redil de Salidas del aeropuerto uno ha pasado a otra dimensión galáctica en la que los precios se multiplican por dos. En este fenómeno, las leyes generales del comercio no intervienen bajo ningún concepto y solamente actúan el hipermorro y la dureza de rostro de los responsables de estas zonas aeroportuarias, quienes, basándose en la realidad hermética y carcelaria de estas zonas, aplican unos precios que le transportan a uno a los grandes centros del lujo mundial pero solo por el lado del coste.

Esta situación que estamos describiendo es una realidad indiscutible y que no tiene solución porque no vemos la posibilidad de que alguna cafetería justiciera se introduzca en el muy lucrativo universo de los aeropuertos para instaurar precios normales y quedarse con buena parte de la sufriente clientela. Es más sencillo mantener precios despendolados y ganar el cuádruple vendiendo un sándwich árido e intratable. Los abusos inflacionarios están garantizados. Vayan ustedes al aeropuerto ya merendados o con la cartera llena.

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