La combustión de los Beatles

Todos los padres de España están sometidos a la dictadura del Cantajuegos, y es muy difícil escabullirse. Como se sabe, el Cantajuegos no es un grupo musical, ni una canción, ni un disco en concreto, sino que es un concepto avasallador que consiste en recoger una tradición de canciones infantiles pegadizas y ofrecerlas al público siguiendo las leyes fundamentales de la economía. El Cantajuegos es una franquicia que elabora vídeos en los que unos animadores infantiles cantan canciones de reconocida eficacia y lo hacen con una pobreza de medios verdaderamente espectacular, en aras de conseguir el mayor rendimiento al mínimo coste. Los expertos que dirigen este Cantajuegos han descubierto que un niño, en cuestiones de música y de movimiento, tolera casi cualquier cosa, y, así, el Cantajuegos fusila una melodía tradicional, la interpreta con un sintetizador indescriptible y filma a sus animadores infantiles bailando al son de estas canciones en un parque público. Con estos ingredientes, los directores del Cantajuegos consiguen que el niño quede lobotomizado de forma infalible, y todo ello con unos gastos de elaboración muy reducidos.

Supongo que ya se han hecho muchos estudios sobre el fenómeno del Cantajuegos y sobre sus poderes adictivos, así que no me extenderé mucho en su descripción. Además, cualquier lector de este blog que sea padre conoce el tormento que conlleva esta adicción infantil y sabe que el niño que ya es adicto exige que se le ponga el Cantajuegos en todo momento, como una dosis de metadona. La cosa da escalofríos. Al menos, cuando la familia está en casa uno puede poner el Cantajuegos, salir del cuarto y conseguir que los niños permanezcan un rato ahí, aislados y sedados ante la tele; pero si uno está, por ejemplo, viajando en coche, la reproducción del Cantajuegos se produce dentro de los límites del vehículo y, en consecuencia, la contaminación acústica afecta a toda la familia. Es decir, que los adultos también deben escuchar indefinidamente esta música demencial. Los padres veteranos sonríen y nos dicen que antes pasaba lo mismo con nosotros y con nuestras cassettes de Teresa Rabal o Torrebruno, igualmente truculentas, y que este sufrimiento paterno del Cantajuegos es un caso de pura justicia: cuando éramos pequeños pedíamos sin cesar que nuestros padres nos pusieran canciones de Teresa Rabal y ahora lo pagamos escuchando el Cantajuegos de nuestros hijos. Básicamente, los padres antiguos nos dicen que esto nos está bien empleado y que nos fastidiemos, y tienen razón.

En el caso específico de mis hijos, hemos tenido la suerte de que en nuestro coche no hay ni rastro del Cantajuegos y lo que hay es un disco de los Beatles. Eso ha provocado un fenómeno sorprendente, que es que dos niños de corta edad y con nociones mínimas de lengua inglesa se aprendan por pura repetición las letras y la música de Lennon y McCartney. En concreto, mi hijo pequeño, que tiene dos años, pide que le pongamos “Aiuaaoyoé” (I Wanna Hold Your Hand), “Closyorá” (que es “close your eyes”, la primera frase de All My Loving) o “Nananá nananá na na” (que es la intro de armónica de From Me To You). Esta adicción infantil a los Beatles nos plantea una interrogante: ¿son comparables Lennon, McCartney y Teresa Rabal? ¿Podemos poner en el mismo nivel creativo a George Harrison y al Padre Abraham con los Pitufos? Me parece que no. Es verdad que hay canciones de los Beatles que son lisa y llanamente infantiles, de una infantilidad provocada y específica, como Yellow Submarine, Obladí Obladá u Octopus Garden. Pero en general pienso que los Beatles creaban canciones que parecen sencillísimas al oído (y que en realidad no lo son), y creo que esta música es comprensible para cualquier ser vivo, incluidos los perros y determinados tipos de aves de corral. En este sentido, yo compararía a Lennon y McCartney con Mozart, otro genio que resulta objetivamente asequible y que entra por los oídos con una fluidez formidable. Las melodías de los Beatles van por caminos que al ser humano le parecen naturales, evidentes, fáciles, y que, como puede uno imaginar, no presentan en realidad ninguna facilidad compositiva, a no ser que uno sea Paul McCartney, en cuyo caso es una cosa sencillísima. La música de los Beatles es la que uno espera escuchar incluso antes de haberse puesto a escucharla; la melodía de sus canciones es la que el oyente va secretamente pidiendo, la que entendemos como lógica una vez oída. Los Beatles y Mozart nos llevan por un camino que, una vez recorrido, parece que era el único camino posible.

Habría que explicar todo esto con mayor conocimiento, y esa tarea queda para los musicólogos del mundo. Yo sólo puedo documentar que mis hijos están flipando con los Beatles. Agradezco a quien corresponda este fenómeno porque estoy librándome de oír el Cantajuegos en el coche. Sin embargo, todo tiene su parte negativa, y en este caso veo que la fuerza adictiva de los Beatles está llevándonos a una recurrencia y a una reiteración tremendas. Mis hijos se suben al coche y piden los Beatles como unos posesos. Estamos machacando de tal manera el disco rojo (que es el recopilatorio de la primera época de los Beatles) que vamos de forma imparable a la abrasión definitiva. En otras palabras: la insistencia adictiva de nuestros hijos va a acabar provocándonos lo nunca visto, que es el hastío de los Beatles, un grupo generalmente incombustible, que aguanta millones de escuchas. Estar hasta las narices de la maravillosa música de los Beatles puede ser una situación gravísima que mi mujer y yo acabaremos pagando, tal vez no hoy ni mañana, pero lo haremos, y para el resto de nuestras vidas, como decía Humphrey Bogart en Casablanca. Espero que no tengamos que arrepentirnos de haber podido erradicar el Cantajuegos de nuestras vidas.

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