La Navidad es época de celebración. Eso en España significa comer y, sobre todo, beber. Beber muchísimo. Los españoles ya beben a diario de manera desorbitada, con que imagínense ustedes lo que se sopla en Nochevieja. Tampoco es muy difícil imaginar lo que se bebe, dado que todos nosotros hemos bebido demasiado alcohol alguna vez (y quien dice alguna vez dice más de una y más de dos veces), y hay que decir que quien no lo ha hecho nunca es una persona que, desde mi punto de vista, no tiene los niveles mínimos de curiosidad que son necesarios para funcionar por el mundo, dicho sea con todo el cariño. Emborracharse es una costumbre perfectamente alineada con lo que se entiende en España como una conducta social aceptable. Un borracho cotidiano no llama mucho la atención salvo que moleste a los demás, y un borracho navideño es ya una figura tan normal en estas fechas como el caganer catalán o como el recital navideño de Raphael en televisión.
Y debemos decir que la borrachera es un estado físico que tiene varias ventajas para quien lo experimenta, entre las que están la desinhibición, la soltura, la tendencia a hacer payasadas divertidas y la minimización de los problemas habituales, que gracias al aturdimiento experimentado quedan aparcados indefectiblemente. Salvo que alguien conviva con la desgracia de tener lo que se conoce como mal vino, y que en base a ello se dedique a dar tormento a sus semejantes, la borrachera, si es pacífica y humorística, trae consigo una sensación de lo más agradable. El problema, claro está, es la subsiguiente resaca.
La resaca es un malestar fatídico del que uno no puede salir sin sufrir y sin realizar la purga personal que todos conocemos. Los expertos afirman que la explicación técnica del fenómeno de la resaca está por un lado en la descomposición de la sustancia alcohólica, que se deshace en varios elementos tóxicos, y por otro lado en la deshidratación producida por el paso del alcohol por nuestro organismo. Es evidente que, por muchas explicaciones médicas que pueda tener la resaca, no se han encontrado soluciones fiables para ello, y, si acaso se han encontrado, no se han popularizado lo suficiente como para que una persona como yo las conozca. Se habla de determinadas bebidas como generadoras de más resaca que otras, y se dice que las bebidas alcohólicas de alta graduación tienden a provocar un malestar insufrible. Sin embargo, las personas con cierta experiencia saben que la calidad es, en este caso, importantísima.
El gran maestro Josep Pla, escritor aficionado a la bebida, confesó en varias ocasiones que durante su juventud tuvo que tomarse los brebajes más infectos que quepa imaginar, y que lo hizo por razones puramente económicas: su sueldo de periodista sólo le daba para beber lo primero que tenía a mano. Esos brebajes le produjeron sensaciones desagradabilísimas y resacas insoportables. Más tarde, en una cierta madurez, el señor Pla pudo tener acceso a determinadas cantidades de whisky escocés de primera calidad, y entonces vio que el consumo cotidiano de esta sustancia no le hacía el menor daño. De ahí dedujo que no importa tanto la cantidad que se tome (siempre relativamente, claro) ni los grados de alcohol que tiene aquello que se consume, sino que lo primordial era la excelencia en la materia prima. Estas conclusiones están al alcance de cualquiera que haya tomado copas en alguna fiesta multitudinaria; en estas fiestas suele servirse el llamado garrafón, que es un sucedáneo de las bebidas corrientes fabricado presuntamente por las propias compañías de bebidas, en lo que podemos definir como una práctica contraria a la salud pública mediante la que las empresas que organizan estas fiestas obtienen un mayor rendimiento económico. La solución a este problema es sencillísima: consiste en dejar de ir a estas fiestas, que nada aportan a quien las frecuenta. En cambio, cuando uno se reúne con ciertos amigos agradables y abre una botella de ginebra de total confianza, uno tiene la completa seguridad de que podrá tomarse un número indefinido de gintonics sin que ello le cause un excesivo malestar al día siguiente. Todo esto tiene sus matices y excepciones: algunos no toleran bien incluso el alcohol de calidad, y al mismo tiempo hay gente que genéticamente posee una fortaleza sobrehumana en todo lo que se refiere a ingerir bebidas espirituosas.
Lo que es evidente es que la resaca puede parecer una experiencia inconveniente pero en realidad no lo es; el lector debe darse cuenta de que si el alcohol no nos dejase ninguna secuela inmediata nos pasaríamos el día borrachos, ya que todos tenemos algún motivo para tratar de salir de nuestras respectivas realidades. Gracias a la resaca, nosotros debemos racionar nuestro consumo y estamos consiguiendo no castigar a diario nuestro depauperado hígado, además de lograr funcionar medianamente en nuestra vida particular.
Bienvenida sea, por lo tanto, la resaca, y bienvenido sea el malestar que acarrea.