Se ha celebrado esta semana el Madrid Fusión, que es una exhibición de cocina moderna en su variedad más enloquecida y desatada. Los cocineros han presentado platos impensables, en los que se mezclan el ilusionismo, el juego y la nutrición. Se han visto postres en forma de locomotoras de vapor, lechugas esféricas falsas, trozos de madera con sabor a alioli y muchos otros disparates gastronómicos. Los visitantes del certamen han quedado maravillados ante el despliegue de originalidad que se ha llevado a cabo, pese a que se mantiene muy viva la discusión que enfrenta a los partidarios de la nueva cocina con aquellos que opinan que este estilo de presentaciones culinarias pertenece al ámbito de la desfachatez, y que hay que meterlo en el mismo saco en el que está el arte abstracto y la música dodecafónica. Luego está quien opina que la cocina moderna no está mal pero que no puede compararse con una buena cazuela de callos a la madrileña.
Poco se puede discutir con quien prefiere los callos; las papilas gustativas y las glándulas salivares están delimitadas por una educación sensorial de muchos años y por el más estricto gusto personal, y en este sentido cada cual tiene sus preferencias, y bien está así. En cambio, sí podemos hablar del valor concreto que tiene la nueva cocina como manifestación artística, y discutir si estamos ante una experiencia sublime o ante una estafa. Supongo que todo depende de la experiencia personal, pero me parece que la cocina renovadora como la de Ferrán Adriá es completamente opuesta a la abstracción desfigurada de, digamos, Antoni Tàpies, pese a que a menudo se les quiera comparar. En mi opinión, ambos creadores parten de sitios distintos, transitan por distintos caminos y llegan a lugares opuestos. Tàpies llenaba un cuadro poniendo un calcetín sobre un fondo de arena y no lo titulaba «El devenir y el ser», o «Industrialización del caos», sino que el título del cuadro solía ser algo así como «Calcetín sobre arena», sin más trasfondo, y todo inspiraba la sospecha de que el cuadro había sido ejecutado con una aportación técnica muy limitada y en un proceso de laboriosidad reducida, dicho sea con muchísimo respeto, desde luego. En cambio, Adriá tenía un equipo de creativos, químicos y técnicos varios que dedicaban meses enteros a la invención de sabores y de formas. El trabajo de este equipo iba encaminado a conseguir platos que visualmente sorprendieran y que conceptualmente asombraran y engañasen al comensal, con frutas que sabían a carne, carne que sabía a pescado, pescado que sabía a alcaparras y alcaparras que sabían a alcaparras pero que se habían fabricado con hígado de pato. El atractivo de todo esto se puede discutir, pero el trabajo invertido y la inteligibilidad del espectáculo eran hechos de difícil refutación. Cualquiera que pruebe un melocotón y que note que sabe a guisantes va a sorprenderse, independientemente de la predisposición que uno tenga para la sorpresa: es algo que se capta a la primera, porque afecta a partes muy elementales de la consciencia y de la capacidad sensorial. Por el contrario, Tàpies era un gran exponente de la acumulación de materiales pictóricos sobre un lienzo sin excesiva congruencia y sin aparente ininteligibilidad en el mensaje. Repito que todo esto es opinable y que da para mucha discusión.
Y además está la polémica sobre el precio que tienen las cosas y en concreto la cocina moderna, asunto muy importante, qué duda cabe. La cocina moderna es económicamente costosa. Es un hecho que no admite dudas. Quien coma en Arzak, Subijana o Berasategui debe saber que en estos lugares tendrá que gastarse una cantidad muy abultada de euros. Pocas personas pueden ir a comer a los restaurantes que hemos mencionado. Los precios de la nueva cocina están teóricamente justificados en lo costoso que supone el mantenimiento del proceso creativo organizado. Lo único que podemos decir aquí en este sentido es que, como en todas las cosas de la vida, una cosa es el valor y otra es el precio, y uno acudirá a estos lugares en función de su disponibilidad económica (que es lo relativo al precio) y en función de la importancia que para uno pueda tener esta experiencia culinaria (que es lo relativo al valor). Con estos baremos, muchas veces nos encontraremos con un almuerzo tradicional que, pese a ser mucho menos costoso en euros, puede ser mucho más caro que Arzak en términos relativos (los huevos estrellados de Casa Lucio, por ejemplo, que están riquísimos pero que son literalmente eso, unos huevos). Ahora bien: no podemos confundirnos; este asunto de la cocina moderna, con estos precios, nunca podrá ser un fenómeno de masas. En este sentido, la nouvelle cuisine es igual que un Ferrari. De hecho, no descartamos que en estos restaurantes modernos lleguen a fabricar un Ferrari comestible, con alfombrillas para los pies incluidas.