En una estación de esquí rusa ha muerto un joven mientras caía ladera abajo metido en una enorme bola hinchable acompañado por un amigo. Según cuentan, la bola rodó demasiado, se descontroló, salió de la trayectoria prevista y, debido a la velocidad y a la presión en el interior del recipiente, el muchacho sufrió un colapso fatal. Al parecer, esto de meterse en una bola y rodar cuesta abajo es una cosa de mucha risa y que está llevándose a cabo en todos los lugares del mundo en los que hay bolas, laderas y determinadas personas con el mínimo grado de insensatez.
Cualquiera se da cuenta de que el asunto de la bola entraña algunos riesgos, pese a que se nos cuenta que fenómenos como estos generan una sensación de angustia adenalínica altamente reconfortante; así será, digo yo. Probablemente sea verdad, puesto que la bola despeñándose por la cuesta es una ocupación que se une a la impresionante colección de actividades de riesgo que pueden realizarse hoy en día. Esta moda suicida de los deportes peligrosos se ha intensificado según pasan los años, y ya no hay localidad que no ofrezca varias oportunidades distintas para que los turistas y lugareños se partan la crisma (generalmente, los turistas son los que realizan estas actividades, mientras que los lugareños observan con asombro este fenómeno mientras cobran la minuta del asunto y van tirando con ello). El puenting, el goming, el salto desde una avioneta, el parapente, el descenso de cataratas tremendas, etc., proporcionan situaciones idóneas para que algunos espíritus tronados tiren su vida por la borda. Constatar este desperdicio existencial me recuerda a la sensación que tuve la última vez que estuve en un estadio de fútbol; me ubiqué junto a unos aficionados ultras del equipo visitante y al cabo de un rato pensé que muy mal le tiene que ir a uno en la vida para meterse a ultra y viajar por España en autobús con el propósito de acudir a los campos de fútbol a provocar a la afición local y conseguir así que, en consecuencia, le rompan a uno la cara. Supongo que uno de esos ultras llegará a casa después del viaje y su madre le preguntará: «¿Qué tal el partido, hijo?», y el ultra contestará: «Muy bien, madre: me han abierto la ceja de una pedrada y me han roto el brazo a estacazos». Digo yo que los que practican deportes de riesgo tendrán la misma experiencia vital, y no se irán contentos a casa si no sufren alguna fisura en los huesos.
Y probablemente haya un acicate añadido a todo esto, que es el coste económico que suele tener. Si uno se tira en patín por un barranco podrá lesionarse para toda la vida pero se habrá gastado poco dinero; en cambio, si uno se lanza desde una avioneta o se mete en una de estas fatídicas bolas rodantes lo hará con la condición de pagar una importante cantidad de dinero para poder hacerlo. Si es elevado, ese coste de la actividad demencial tiene que provocar una ebullición hormonal mucho mayor, una explosión de porporciones nunca vistas.
Pero, ¿y si de verdad la sensación que se tiene no tiene comparación posible? ¿Y si resulta que el tema, después de todo, mola? No puedo seguir instalado en el conservadurismo cerril: voy a tener que modernizarme y hacer puenting para ver qué se siente. Espero que, además, el puenting me cueste un montón de dinero. Y si se rompe la cuerda, miel sobre hojuelas.