Como cada fin de semana, Telecinco dedicó su programación nocturna del pasado sábado a la emisión de «El Gran Debate», presentado por Jordi González y cuyo tema principal fue el asunto de los desahucios. La vida de este programa es curiosa, puesto que, como es bien sabido, antes de que empezase a emitirse existía otro espacio en la misma franja que se llamaba «La Noria», presentado por la misma persona; el distinguido lector recordará que aquel programa emitió hace ahora un año una entrevista tremenda con la madre de un presunto criminal, llamado «El Cuco», levantando un revuelo de mucha consideración, y provocando la retirada de los anunciantes. Telecinco optó entonces por una solución insólita: canceló «La Noria» y empezó a emitir este otro programa, un programa que está confeccionado por las mismas personas, dirigido bajo los mismos parámetros y destinado al mismo público. Los anunciantes volvieron, los espectadores también, y todos contentos. Quedaban así salvadas la conciencia ética y la buena marcha del negocio.
Por tanto, estamos ante un programa muy similar al anterior. De hecho, podríamos decir que «El Gran Debate» es una concentración de las esencias de «La Noria»: el programa antiguo tocaba muchos temas, saltaba de la gravedad a la ligereza y, en ese sentido, dentro del tono populista, resultaba de una amenidad considerable. En cambio, el nuevo programa es un debate con público sobre asuntos de actualidad, sin más ingredientes, a piñón fijo.
Como es natural, un debate con numeroso público en directo un sábado por la noche ha de ser un foco espontáneo de estridencia y de demagogia. El carácter alborotado de ese formato nos conduce de manera natural a un escenario muy concreto; el formato requiere que los contertulios tengan, de entrada, una capacidad torácica y vocal importantísima. El contertulio de estos debates debe conseguir hacerse oír por encima de la bronca, con lo que la dirección del programa tiende a descartar a los invitados que hablen con suavidad para favorecer indefectiblemente a los que tengan un timbre de voz con gran presencia, independientemente de si son o no aptos para construir frases inteligibles; por tanto, ya hay una criba inicial que se centra en los volúmenes acústicos, sin tener en cuenta otras cualidades (un gran especialista vocal de debates como éstos era don Jesús Gil y Gil, cuya voz se oía siempre por encima de cualquier otra cosa) . Una vez establecidos los contertulios, se materializa el hecho magnífico de la demagogia, que muchas veces es demagogia por contacto; por lo que parece, la presencia de público bullicioso en la sala es un acicate impresionante para la secreción demagógica. En este contexto, el contertulio busca en cada intervención el aplauso del público, y el público quiere que se le halague (en general, el público quiere que no se le haga responsable de nada; el público quiere que se señale un enemigo externo y que se le ataque). La búsqueda del aplauso se lleva a cabo con una avidez sobresaliente; el perfeccionamiento en la sucesión de muletillas y de expresiones de probada eficiacia populista por parte del contertulio de este programa no tiene parangón en ningún medio de comunicación actual. El acaloramiento crece y sepulta cualquier vocación de proponer alternativas de razonamiento constructivas. El público jalea cualquier contestación extemporánea, cualquier interrupción grosera y, en resumen, cualquier intento de humillación al adversario, siempre que se haga a gritos. Si algún contertulio se presenta en ese lugar con un argumentario previo que se fundamente en el razonamiento, por endeble que sea, este contertulio va a tener que olvidar su guión y tendrá que ir al barro puro y duro (si es que quiere que vuelvan a invitarle).
Con este panorama, «El Gran Debate» ofrece cada semana unos índices de populismo ruidoso completamente garantizados, porque además es un programa que tiende a tratar con esta superficialidad escandalosa determinados asuntos caracterizados por tener unas connotaciones morales indudables y unas complejidades técnicas peliagudas. Por ejemplo, el asunto que se trató el sábado: los desahucios. Un tema que humanamente provoca un nudo en la garganta a cualquier persona con un mínimo de sentimiento, pero en el que quien quisiera llevar a cabo cualquier modificación del panorama actual tendría que enfrentarse a la gelidez de los números y del ordenamiento jurídico, lleno de derechos y obligaciones. El programa trató el tema con toda la dinamita emotiva que cabía esperar pero sin dejar mucho espacio a la exposición inteligible de alternativas viables.
El tratamiento asambleario, impreciso y gritón de los temas más peliagudos parece el camino más corto hacia situaciones ambientales de contornos asamblearios, imprecisos y gritones, situaciones en las que, cuando se llegue a un nivel insostenible de calentamiento, no se podrá detener la bronca para ir a publicidad.