Hace unos meses, el Congreso de los Diputados puso a disposición de cada parlamentario una de esas tabletas electrónicas, de cara a que sus señorías la utilizaran en el desempeño de sus labores, con toda la amplitud que el distinguido lector quiera dar a esa expresión en el caso de estos diputados. Por lo visto, hay alguien al mando de la institución que piensa que la labor parlamentaria requiere poseer el más reciente cachivache extraplano y usarlo a conciencia para realizar consultas legislativas importantísimas y para difundir por el espacio radioeléctrico un sinnúmero de leyes y reglamentos. Alguien de los que mandan cree que la vida del diputado español es de un dinamismo frenético, y, en consecuencia, que la tableta se convertirá en un aliado de primer orden de cara a organizar tan abrumador desenfreno.
A mi entender, y con el aprecio que merecen siempre los servidores públicos, este teórico dinamismo del trabajo parlamentario no se ve por ninguna parte. Los grupos parlamentarios son unidades operativas herméticas, de hormigón frío, y votan en bloque, como un solo hombre, y no sabemos qué hacen sus miembros durante gran parte de la semana. El Congreso de los Diputados representa para mucha gente la quintaesencia de la parálisis, la cima del aplazamiento perpetuo y el no va más de la esclerosis operativa, y mucho más ahora, que hay una mayoría absoluta con el rodillo y con la guillotina trabajando a todo vapor, y ahora que, además, el contenido de los decretos que se aprueban viene recomendado desde Berlín, Bruselas o cualquier otra de las capitales del dinero. La vida del diputado actual ha de ser mucho más sedentaria y apacible que la de los ujieres de pasillo con los que comparte edificio.
Lo más curioso es que, después de cierto tiempo con los parlamentarios manejando la tableta, las autoridades que gobiernan el Congreso de los Diputados han decidido no reponer las numerosas tabletas electrónicas que se les rompen diariamente a los señores diputados, o que han sido extraviadas o sustraídas. Porque, según parece, sus señorías, víctimas del frenesí legislador, dejan caer al suelo sus tabletas, o las pisan, o son víctimas de robo violento de la tableta, o se dejan la famosa tableta en la cafetería del aeropuerto, con la ventaja de que probablemente la tableta extraviada contenga información reservada y sensible, de la mayor importancia para los intereses del país.
Visto lo cual, y como decimos, parece que el señor presidente del Congreso, don Jesús Posada, ha decidido no reponer las tabletas rotas o perdidas y dejar que las tabletas existentes vayan extinguiéndose poco a poco, hasta la desaparición total. El señor Posada tiene un aspecto de afabilidad blanda y mullida, como de oso de peluche, pero no olvidemos que ostenta una de las más altas magistraturas del Estado, así que puede ser que haya tenido un breve fogonazo de sentido común en este caso.
Por lo tanto, cada vez menos representantes parlamentarios tendrán la ocasión de perder o de romper sus dispositivos táctiles, dispositivos cuyo coste unitario (pagado por el famoso erario público) puede rondar los 500 euros, y que probablemente sus señorías sólo han utilizado para jugar al Apalabrados o a cualquier otra aplicación de ocio. A partir de ahora veremos en el Hemiciclo un ambiente recalentado y suspicaz, con miradas de gran desconfianza, puesto que todos los diputados sin tableta querrán sustraérsela a los que todavía la conservan, pensando que la posesión de la tableta es otro derecho constitucional inalienable del que se les ha privado. Uno más de los terroríficos recortes sociales.