Las bolas

He estado recientemente en un centro comercial. Además de su actividad ordinaria, estos lugares acogen peregrinaciones multitudinarias todos los sábados, especialmente si llueve. Es evidente que los centros comerciales conceden a las familias grandes posibilidades de consumo o, en su caso, posibilidades de ir pasando la tarde curioseando por allí con un nivel muy aceptable de calefacción gratuita (o aire acondicionado, según el momento) y al abrigo de las veleidades meteorológicas. Por culpa de la crisis, cada vez vemos más a menudo el tipo de visitante que deambula y curiosea por el centro comercial sin gastar un euro. Personalmente creo que los centros comerciales son unos inventos norteamericanos fabulosos, lo cual no quita para que en determinados momentos el estar en uno de ellos pueda ser una experiencia horripilante. Pero no cabe duda de que el centro comercial, con sus dimensiones colosales y su hilo musical de bossanova descafeinada, representa la fijación concreta del capitalismo global homogéneo, una homogeneidad que recorre todos los países y que en España ha colonizado los páramos yermos, ocupándolos con estos centros de concreción del comercio, unas moles de hormigón con aspecto interestelar y absurdo.

El caso es que estuve con mi familia en un centro comercial; en aras de la eficiencia operativa, se decidió que mi mujer iría con mi hijo pequeño a comprar las dos o tres cosas que nos hacían falta y que yo me llevaría al hijo mayor a lo que se conoce como las bolas. El lugar así llamado, las bolas, es un corral de goma, acolchado y provisto de salientes, promontorios, túneles y rediles, sobre el que hay una cantidad enorme de pelotas de plástico. El recinto sirve para que los niños pequeños se metan dentro y jueguen durante un rato tirándose al suelo, retozando por la superficie acolchada y lanzándose las consabidas pelotas. Cualquier lector que tenga hijos o sobrinos conoce perfectamente este lugar y ha tenido la fortuna de esperar horas y horas junto al murete de colchoneta hasta que el niño se cansaba del empujón incesante y de las cabriolas bruscas. Las bolas nos devuelven a nuestros hijos enrojecidos y enfadados con cualquier otro niño, porque está perfectamente comprobado que en las bolas no hay ningún niño que se relacione con otro, salvo peleas o mordiscos. Pese a la multitud aparente, los niños juegan allí solos, chocando unos con otros pero sin establecer contacto visual; en este sentido, las bolas se parecen a una jaula de metacrilato llena de ratones.

Pues bien; una vez allí, cuando llevaba un rato viendo cómo mi hijo impactaba una y otra vez con otros niños, me di cuenta de que todos los adultos que rodeaban el recinto de las bolas eran hombres. Eran los padres. No había ni rastro de madre alguna. Evidentemente, se trataba de padres aburridísimos, dedicados en silencio a una tarea de vigilancia que les resultaba plomiza, una tarea que se les había encomendado de una manera obligatoria y no negociada.

Y pensé que tal vez haya mujeres que sepan que muchos hombres presentamos una tendencia inequívoca a la ensoñación dispersa, y que por ello resultamos molestos en cualquier operación concreta del mundo moderno mediante la que se trate de tener un resultado real y positivo. Por decirlo de otra forma: para gran parte de las circunstancias de la vida práctica, circunstancias importantísimas, algunos hombres no aportamos nada, llegando incluso a molestar proponiendo ideas sin sentido y ralentizando la marcha de los procesos. Por eso pienso que tal vez nos aparten hasta las bolas no para que nos llevemos allí a nuestros hijos, sino para que nosotros mismos dejemos de perturbar el procedimiento concreto del consumo. El aislamiento en las bolas es en este sentido un aislamiento doble y, en el caso de los adultos, relativamente humillante. La ventaja es que los padres pensamos que estamos vigilando a nuestros hijos, pero en realidad son las bolas quienes nos tienen retenidos a todos.

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