Parece ser que van a subirnos los impuestos de manera general, sin grandes matices y con menoscabo significativo de los bolsillos del consumidor. También parece que entre los analistas existe la sensación de que estas subidas van a servir para apuntillar la economía concreta y diaria (que se encuentra en situación crítica) y que, por el contrario, el Gobierno mantiene prácticamente intacto el gran tinglado tentacular que soporta buena parte del gasto público, en concreto la parte más inexplicable y vergonzosa de ese dispendio.
Según consta en los registros, el gasto de las Comunidades Autónomas, Diputaciones y Ayuntamientos supone un 66% del gasto público total, y, a modo de ejemplo particular, se hace público que la Alcaldía de Madrid tiene 1.500 asesores con un sueldo medio de 47.000 euros por cabeza y con una flota de 183 coches oficiales de uso personal. Esto se cita a título informativo, pero existe la sospecha de que esta dinámica de dotación fluida y descontrolada de fondos para los usos más discutibles es una práctica generalizada allí donde coincidan los dos factores necesarios: los representantes públicos y el dinero para repartir. La combinación produce la reacción química indefectible, que es la malversación, aunque sea legal. Estas malversaciones cotidianas podían tolerarse cuando el dinero salía a chorros al levantar cualquier piedra, pero hoy quedan un poco feas.
Por lo tanto, se tiene la impresión de que la marcha normal de la vida económica va a paralizarse definitivamente, y de que, mientras tanto, el montaje político seguirá intacto y reluciente. Eso podría provocar fastidio a determinadas personas; en concreto, a aquellas que no participan directamente en la telaraña administrativa, personas que, en pura lógica, van a esperar con cierta ilusión la intervención extranjera de nuestras finanzas, puesto que tienen la sensación de que esto sólo puede modificarse si lo modifican las autoridades supranacionales. Para estas personas, la pérdida de soberanía sería en este caso una bendición, puesto que la soberanía nacional viene hoy representada por unos ciudadanos de un rostro durísimo.
Ahora bien: hay que recordar que a los administradores se le ha votado de forma masiva, y que, además, es muy probable que entre el cuerpo electoral perviva el sentimiento tradicional español de pertenecer al tinglado, el sentimiento de llegar a ser, algún día, uno de esos que trincan. Esa era hasta ahora la aspiración nobilísima del común de los ciudadanos, unos ciudadanos que siguen pensando que hay que comprar inmuebles porque “siempre suben”, que creen que es mejor no pedir factura de ningún servicio, y que, en definitiva, tienen un lema que reza: “A mí, que me dejen tranquilo, que estoy de baja”.
Considerando esas creencias, adheridas al alma del ciudadano normal, la eventual llegada de un interventor no puede sorprender a nadie.