Independientemente de la situación política, socioeconómica, cultural o deportiva, e incluso por encima del estado de ánimo de la gente, o de su salud, ocurre en el País Vasco que uno siempre encuentra a alguien que está dispuesto a hablar de forma minuciosa de lo último que ha comido. El discurso alimenticio es inagotable; cualquier vizcaino acaba de comerse la mejor chuleta de su vida, o la mejor merluza, o el mejor revuelto de bacalao, y, lo que es más curioso, todos están dispuestos a contarlo con todo detalle, cueste lo que cueste e invirtiendo en el relato el tiempo que haga falta.
Este fenómeno puede producirse en cualquier momento: uno está en el autobús, en el trabajo, en un bar, y siempre aparece alguien que ha estado en Ávila el fin de semana comiendo el mejor churrasco que vieron los siglos, o llega nuestro primo segundo que ha recibido una lata de anchoas de Ondarroa que no tiene rival, o uno es sorprendido en el ascensor por un vecino que le cuenta que ha comprado por internet los mejores pimientos rojos del mundo. Todas estas contingencias culinarias se describen con una precisión de detalle extraordinaria, y a un ritmo narrativo como de película de Arte y Ensayo, factores que contribuyen a que la anécdota se alargue de manera fatal. Y son anécdotas sin «punch-line», sin giro final sorprendente, que mueren lentamente, envueltas en la ensoñación gozosa del que las cuenta, que ha comido eso y que aún lo saborea.
Los vizcainos no somos un grupo homogéneo, pero es indiscutible que prácticamente todos nosotros tenemos la sencilla y secreta aspiración de conseguir comer algo de la máxima calidad pagando un poco menos que lo que pague, por ejemplo, nuestro cuñado. Los vizcainos somos pacíficos salvo cuando hablamos del Athletic Club o de la comida, dos asuntos sobre los cuales nos volvemos unos fanáticos completos, sin matices. Adquirir y degustar buenos alimentos a mejor precio que el que pagan nuestros semejantes es para el vizcaino medio una meta insoslayable.
El mayor triunfo de un vizcaino es comer una chuleta de buey en un txoko con sus amigos y sin su mujer; que todo eso le cueste menos de trece euros; y que algún amigo se haya quedado sin poder acudir a esa cena, de cara a poder restregárselo en próximas fechas.
Por ello, será muy interesante ver si la fijación de la crisis en nuestras vidas nos lleva al extremo de tener que terminar con nuestra perpetua búsqueda de la mejor lubina o del mejor queso curado. Un mundo de alimentos frigorificados y empaquetados, que es el mundo que va a resultar de esta devastación económica, es el inframundo nunca imaginado para cualquier vizcaino.