Estaba yo el domingo viendo la actuación de James Taylor en el Palacio Euskalduna de Bilbao cuando en mitad del concierto me acordé de otro gran músico que ha muerto recientemente: Levon Helm, que fue batería de The Band y uno de sus tres cantantes solistas. La asociación de James Taylor con Helm es puramente mental, ya que no conozco ninguna colaboración entre ellos, pese a que han compartido los mismos años de éxito popular (de 1968 a 1977, más o menos), y han tenido ambos un gran talento musical y una vida con altibajos (fue notoria la afición de ambos por la heroína, con distintas consecuencias para uno y otro).
Ambos representan dos estilos que, partiendo de una raíz similar, desembocan en cosas diferentes: Levon Helm empezó tocando rockabilly en bares de Canadá con Ronnie Hawkins a finales de los cincuenta, después acompañó a Bob Dylan, más tarde fue parte fundamental en dos de los discos más importantes de todos los tiempos (los dos primeros discos de The Band, «Music From Big Pink» y el llamado «Disco Marrón»), y bajó sucesivamente a los infiernos del vicio, el derroche, la bancarrota y el cáncer, para resurgir finalmente como un sacerdote del folk-rock americano en los cinco últimos años de su vida, cuando toda la profesión ha querido arrimarse a su batería y agradecer su música. En el otro lado, James Taylor fue un cantautor precoz, que grabó su primer disco con veintidós años en Londres, con los Beatles, y que tuvo una primera década de éxitos innegables, para caer enseguida en la droga y la desorientación, aunque desde mediados de los ochenta es un hombre rehabilitado, fresco, bien plantado y con aspecto de buena persona.
Como instrumentistas, ambos tenían algo que ver: Levon era un batería preciso, cuyos «fills» y ritmos tenían la cualidad de parecer inevitables al oyente; lo mismo le pasa a Taylor con su guitarra acústica: cada detalle, cada arpegio que toca es lo indicado, lo que uno, como espectador, quiere escuchar en ese momento. No obstante, las voces y las actitudes al cantar de Helm y Taylor no se parecen en nada: Taylor es un vocalista limpio, intocable, claro, de la escuela de Cat Stevens y Art Garfunkel, y que ahora tiene un tono y un rango de voz magníficos e inconcebibles para un señor de 64 años (lo sé porque lo pude presenciar ayer). Helm, cantando, era un vecino del pantano, un animal de una fuerza impresionante que lo daba todo en todo momento, un ser con un fondo de cachondeo, violencia o melancolía, según lo necesitase la canción: era un personaje de cada letra que cantaba, un intérprete en la más pura expresión del término. Ambos, en sus estilos opuestos, llegaban a esa cumbre que cualquier cantante joven y simple quiere alcanzar: resultar atractivo, triunfar en un plano sensual y afectivo. Cualquier mujer se derrite con estos dos vocalistas, aunque por motivaciones opuestas (a ellas les gusta la sensibilidad y el encanto de Taylor y también la sexualidad burra y jocosa de Levon Helm), y ambos gustan también a los hombres porque parecen gente de fiar.
Pero las verdaderas diferencias son de concepto: Helm fue un intérprete musical insuperable que sin embargo nunca pudo componer canciones, y eso le llevó a la ruina económica y a la enemistad con Robbie Robertson, su compañero en The Band, compositor, cerebro frío y analítico que era lo opuesto a Levon. Robbie firmó las canciones y organizó al final un proyecto de disolución del grupo (The Last Waltz, película dirigida por Scorsese) en el que Levon participó a disgusto. Levon quería seguir tocando, entre otras cosas porque lo necesitaba para ir tirando económicamente, dado que no recibía derechos de autor (una de las pocas canciones compuestas por Helm es un blues desencuadernado y calentorro llamado «Strawberry Wine«). En el caso de James Taylor, parece que tuvo resuelto el problema económico desde el principio. Era autor, el éxito le llegó pronto y enseguida empezó a recibir toneladas anuales de dólares en «royalties». La heroína estuvo cerca de acabar con todo, pero Taylor se limpió y hoy es un hombre admirable, lleno de buen sentido, con un talento imponente y unas facultades musicales incomparables (sólo hay que comparar vídeos suyos de la época yonky y vídeos de ahora para ver que este señor está mucho más joven hoy y ver que es una especie de Dorian Gray folk).
En realidad, no sé cuáles son los motivos reales de la divergencia entre estas dos carreras musicales, pero es indudable la importancia que el dinero tiene en el mundo de hoy, y sobre todo lo importante que es tener una situación económica medianamente arreglada. La falta de dinero lo arrasa todo y, además del componente puramente fisiológico y nutricional (hay que comer todos los días), la carencia de recursos es un agente contaminante de las relaciones personales. Y, mientras yo pensaba todo esto, James Taylor cantaba y tocaba, simplemente.
no paso de la segunda línea del artículo por ser bastante cansino