No estoy desvelando ningún secreto cuando digo que Mercedes Milá es la presentadora del programa de televisión Gran Hermano, que lleva ya catorce ediciones. Todo el mundo conoce este programa, que es un éxito de proporciones descomunales. Sin embargo, parte de la audiencia de este Gran Hermano (en concreto, la parte más joven del público) quizá no sepa que, antes de que comenzasen las emisiones de este programa, Mercedes Milá era una periodista adscrita al mundo de los profesionales llamados de prestigio, y se dedicaba fundamentalmente al género de la entrevista incisiva. Milá era conocida por sus diálogos tensos con cualquier personaje relevante; era una mujer documentada y temida, que conseguía incomodar con solvencia inquisitoria al entrevistado, fuera éste un ministro, un cantante o un escritor.

Sin embargo, a Milá le propusieron conducir Gran Hermano, y al principio ella quiso mostrarlo a la audiencia como un experimento de análisis del comportamiento humano y englobarlo así en el ámbito de seriedad periodística en el que hasta ese momento se movía la presentadora. En poco tiempo se vio que este programa es lo que ya sabemos y que el elemento sociológico que podría tener queda sepultado por la casquería máxima. Simultáneamente, Milá adoptó el papel de maestra de ceremonias de este freak show y dedicó sus energías a montar todo tipo de pollos para mantener al público en vilo.

Mercedes Milá, que es una mujer listísima, ha triunfado. No solamente ha conseguido que su festival se mantenga catorce años en directo sino que ha regulado perfectamente la válvula del gas metano que mantiene el equilibrio del programa: cuando los niveles de audiencia decaían, ella ha demostrado unos reflejos tácticos inigualables; se ha disfrazado, se ha desvestido o se ha enrollado con los concursantes según lo mereciera cada ocasión.

Ayer se celebró la final de esta edición del reality show y por primera vez una final de Gran Hermano no fue líder de audiencia. El campeón de anoche fue Master Chef, el concurso de cocineros en TVE. Master Chef es un programa en el que el mérito y la habilidad culinaria son cualidades que se valoran y que sirven para ganar el concurso, mientras que en Gran Hermano no está muy claro cuáles son los logros con los que uno consigue ganar, más allá de los gritos o de los asuntos relativos a la bragueta. En este sentido, que la audiencia se decante por Master Chef parece un hecho positivo. Ahora bien: Master Chef no se ciñe al mérito culinario estricto, sino que mantiene una médula argumental basada en la narración más clásica. Los guionistas de Master Chef disponen de numerosos elementos propios del folletín: hay personajes canónicos, entre los cuales sobresale un concursante-villano (José David) al que hay que mantener en el concurso para que la gente tenga a un ser odioso en pantalla y pueda odiarle con toda su alma. Ayer, sin ir más lejos, los guionistas decidieron que en la prueba de eliminación había que elaborar una esferificación de parmesano, y eso le iba como anillo al dedo al tal José David, cocinero sofisticado y de una modernidad repelente, mientras que la receta de esferificación perjudicaba a Maribel, ama de casa de Benicarló que se caracteriza por su cocina tradicional y por sus nervios desaforados, y que, como era de esperar, quedó eliminada. Si la prueba hubiera consistido en preparar un cocido maragato, Maribel habría sobrevivido, pero el hilo novelesco del concurso requiere que el malo de la película se mantenga hasta la final.

Por tanto, todo tiene un guión y todo está medianamente manipulado, sea Gran Hermano o Master Chef. La primera que entendió este mundo del reality fue Milá, y hoy, que esta presentadora parece sufrir un enfriamiento televisivo, debemos reconocérselo.