Todos a Decathlon

Ayer tuve la suerte de poder acudir a un Decathlon, que es uno de esos centros comerciales dedicados en exclusiva al comercio de artículos relacionados con el mundo del deporte. El lugar es una nave monstruosa en la que reposan miles de prendas, utensilios y referencias deportivas en general a precios muy competitivos, dicho sea sin haber buscado un juego de palabras. Estando como estábamos en una fecha de inequívoco carácter consumista, el lugar estaba abarrotado de gente; supongo que alguno de los que allí estábamos se encontraba en la misma situación que yo, que es la situación de una persona que, pese a no desarrollar casi nunca actividades deportivas, acude al Decathlon para proveerse de elementos destinados al regalo para personas que sí hacen deporte, que son muchísimas. En todo caso, nuestra presencia allí, por los motivos que sean, era una presencia masiva, una estabulación colosal de compradores deportivos.

A mi entender, la aglomeración humana es un fenómeno que invita a la reflexión. Algo estamos haciendo mal. Ya he explicado en otra entrada que considero que una reunión de varios miles de personas tal y como están hoy en día las comunicaciones y los medios de transacción es un atraso fabuloso. En este caso del Decathlon, se consolida la realidad inequívoca del deporte multitudinario; salvo excepciones, todos quieren hacer deporte. El asunto da miedo. Las personas en general se han unido sin reservas a la dinámica del deporte militarizado: todos se disfrazan con el chándal, todos se van a transpirar durante un rato largo al día, todos comienzan utilizando la actividad deportiva como un método “para desconectar”, para evadirse de la realidad y “no pensar” (así lo reconocen, literalmente), y acaban siendo unos idólatras del deporte. Las cosas relacionadas con el deporte se han vuelto dogmas indiscutibles, y el que practica un deporte de manera cotidiana tiende a ser un fanático con el que no es posible hablar de ciertas cosas.

Además, el deporte es invasivo y consigue inundar incluso la vida civil de sus practicantes: ayer en Decathlon la gente acudía en chándal a comprarse otro chándal y también se compraban zapatillas transpirables, que es un invento que francamente no parece que tenga nada de bueno (el hermetismo de un zapato era hasta ahora uno de los elementos más plausibles de relación social, puesto que neutralizaba con eficacia las emanaciones pédicas). Estamos en un mundo de comodidad máxima, en el que todo es transpirable y reflectante.

Pero lo más grave es que el deporte tal y como se entiende hoy en día es una actividad intensiva que erosiona de forma irresoluble el organismo humano, y, en vista de las aglomeraciones humanas que yo vi en Decathlon, esta realidad tremenda parece no importarle a nadie. Se ha eliminado el carácter lúdico del juego deportivo, que requería una cierta elegancia a la hora de saber ganar o perder, y se ha sustituido con intensidades extremas y retos personales escalofriantes. Los deportistas ya no juegan a nada, sino que van muy en serio y dedican dos horas al día a un esfuerzo extremo que les provocará secuelas y que les proporciona en el acto la ventaja de “desconectar”, de “no pensar”, lo que constituye una afirmación que pone la piel de gallina. Si alguien reconociera que toma alcohol o que fuma marihuana para “desconectar” sería calificado de forma unánime como un adicto que necesita ayuda profesional; en cambio, un deportista que se ejercita de forma implacable y carcelaria para “no pensar” es una persona ejemplar y respetabilísima que está en lo más alto de la pirámide de la sociedad.

La congregación multitudinaria en el Decathlon era tan descomunal que tardé cuarenta minutos en sacar el coche del aparcamiento.

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