Putin acaba de llamar a filas a 300.000 rusos para poder mantener viva la guerra en Ucrania. Esta noticia ha provocado un cierto revuelo entre reservistas, ex soldados de reemplazo y, en general, entre todos los rusos en edad de ser seleccionados para trabajos bélicos, rusos que empiezan a notar que sus pesadillas pueden hacerse realidad. Esta maniobra de las autoridades está considerada por parte de la opinión pública como un síntoma de debilidad de Putin, aunque vaya usted a saber; otra parte de los opinadores cree que, como mínimo, esto es un error táctico que tendrá consecuencias internas. Tampoco parece que semejante afirmación pueda comprobarse, ya que, en asuntos rusos y putinescos, la mejor opinión es la que no se hace pública y más le vale a usted no hacer cábalas ni pronunciarse porque puede acabar con unos zapatos de cemento saludando al buzo en el fondo del puerto.
En todo caso, parece que ha habido un cambio, quizá mínimo, pero indiscutible. La guerra empieza a perderse internamente cuando hay que reclutar a los reservistas y a todo aquel ciudadano cuyo negociado no es el de la guerra, sobre todo si se trata de invadir otro país con el que ha habido tradicionalmente un entendimiento, más o menos accidentado, sí, pero entendimiento al fin y al cabo. Ya sabemos que ese entendimiento fraternal es incluso el que da pie a Putin para sostener sus teorías territoriales en relación con las fronteras del gran imperio eslavo, pero las personas particulares no parecen encontrarse con la suficiente presencia de ánimo para armarse y salir como corderillos al matadero. Además, determinadas fuentes de información destacadas en suelo ruso sostienen que la situación económica en aquel país es paupérrima y que la presencia física de hombres en edad de llevar sustento a un hogar es un bien de importancia suprema que se verá menoscabado por la llamada a las armas. Todo ello podría crear el medio ambiente más adecuado para la generalización de las opiniones contrarias al presidente plenipotenciario y terrorífico.
Esto no tiene ninguna importancia mientras los rusos permanezcan en lo que parece ser el estado natural y proverbial ruso, que es el del sometimiento silencioso, pacífico y resignado, del que tantísimas pruebas históricas tenemos, desde el zarismo hasta nuestros días, pasando, cómo no, por la glacial marcialidad soviética. Pero este estado prudente y reservado se va resquebrajando con medidas tan contrarias al instinto de conservación como la llamada a filas para ir a matar ucranianos o para dejarse matar por ellos, no necesariamente en ese orden; valga una idea absurda por la otra.
¿Por qué de repente hay revuelo? ¿Cuál es el motivo por el que ahora cuesta más enganchar a acólitos? Desde hace décadas, algunas personas con espíritu crítico vienen alertando contra lo que consideran una crisis de valores: se denuncia que la sociedad va perdiendo las creencias ancestrales y que el relativismo moral, la blandura de la voluntad colectiva y la falta de principios son elementos tóxicos y absolutamente funestos que van necrosando la estructura social tradicional y las instituciones que la mantienen en pie.
Ante semejantes afirmaciones, nosotros solo podemos aportar una consecuencia positiva de todo esto: la ausencia de ideales permite que, desde ese relativismo fatal, mucha gente esté completamente impermeabilizada ante las arengas sentimentales más peligrosas, que son las que le llevan a uno a matar a otros en base a determinada musiquilla. Es decir: que ha sido desactivada una buena parte de las motivaciones invocadas para engatusar a los pobres incautos. Muchos de esos incautos ya no se tragan cualquier argumento religioso, sentimental o nacionalista para ir de cabeza a la freidora del campo de batalla. Ahora hay que venderles mejor la burra, o tal vez demostrarles que sus cosas particulares, su círculo cercano, su manera de vivir están en riesgo real y manifiesto. En este sentido, convencer a un ucraniano para que tome las armas ha sido seguramente algo más sencillo que convencer a un ruso, dado que el ucraniano ha sido bombardeado e invadido y no tiene prácticamente nada a lo que aferrarse. Sin embargo, podemos sospechar que habrá que currarse mejor el argumentario para convencer a los rusos.
La alternativa a intentar convencer es, como bien se sabe, el porrazo, el culatazo y la patada en la cara, o, por decirlo de otro modo, el reclutamiento voluntario bajo amenaza de ir a Siberia, lugar que no sabemos si sigue teniendo las connotaciones que tenía en épocas soviéticas pero que el Gobierno tendrá que rehabilitar para dar cobijo a todos esos voluntarios sin ideales, esos sinvergüenzas que tratan de poner en práctica algún tipo de resistencia pasiva. Putin considerará que los objetores forman parte de la ofensiva nazi de la OTAN que busca destruir el alma rusa y la esencia de la cultura milenaria del país.
Frente a los argumentos personalistas, emocionales y líricos, quedan las personas descreídas y presuntamente carentes de valores, que permanecen sentadas, esperando a que las detengan. Estas personas podrían ser aniquiladas por la maquinaria del sistema, pero todo dependerá del número. Del número de personas que resistan y del número de balas que haya para acabar con ellos. Cuando hay más resistentes que balas, incluso el sistema más compacto y pétreo se desmorona blandamente, como en una Primavera Árabe cualquiera.
Recordemos a Bob Dylan, en concreto al Dylan de sus inicios; escuchen ustedes una de sus obras maestras, Chimes of Freedom; en ella, se canta a la compasión y se invoca a los guerreros cuya fuerza es no luchar y se ensalza a cada alma inofensiva y amable colocada por error dentro de una cárcel.