Los cristianos de antes de Cristo

Hay un intento de retomar el debate sobre las armas en Estados Unidos, intento protagonizado por una parte más bien pequeña de la opinión pública estadounidense ubicada hacia la izquierda. Al parecer, estos grupos sienten cierta vergüenza ante cada una de las puntuales masacres que se ven allí de vez en cuando, masacres provocadas por personas más o menos perturbadas. El derecho a portar armas de fuego está garantizado por la Segunda Enmienda de la Bill of Rights, en la que se justifica esta garantía aludiendo a la necesidad de tener una milicia bien organizada para poder mantener la seguridad de los Estados libres.

Esta enmienda de la Constitución se aprobó en diciembre de 1791 y, como tantas y tantas cosas establecidas en 1791, se ha podido quedar muy vieja y es perfectamente susceptible de ser reformada o eliminada. Sin embargo, a lo largo de los años la jurisprudencia y las corrientes preponderantes de opinión han consolidado este derecho a portar armas, aludiendo ya no tanto a las trasnochadas milicias sino más bien a la capacidad del ciudadano para poder defenderse de su vecino o incluso del Estado, o hasta de la Unión, del Gobierno Federal. La suspicacia más tenebrosa se une así a las teorías conspiratorias y demás sensaciones esquizoides y paranoicas para dar aire a esta dinámica que facilita la fabricación, adquisición y tenencia de armas de fuego, con el rendimiento económico que todo ello proporciona a algunos de los grandes contributors de las campañas electorales estadounidenses. Es fenomenal el equilibrio entre dinero entrante, dinero saliente, cargos públicos reelegidos y una población sumida en la desconfianza ante las instituciones y frente a sus vecinos.

Se me dirá que alguien que quiere matar puede hacerlo con un cuchillo de cortar queso o con una piedra bien lanzada a la cabeza de un conciudadano, y también se me dirá que el problema no son las armas, y que incluso el número de masacres anuales es muy bajo para esos 329 millones de ciudadanos que forman la población estadounidense, de los que aproximadamente dos tercios (¡dos tercios!) tienen armas en casa.

Lo más interesante es que una mayoría aplastante de los portadores de armas se declaran cristianos, es decir, seguidores de Jesucristo. Así, uno podría pensar que Jesucristo predicó la desconfianza en el prójimo, la venganza, la suspicacia violenta, los ataques preventivos, la legítima defensa, cuando resulta que, como recuerda Tolstoi en su retumbante, muy censurado y extremadamente recomendable ensayo El reino de Dios está en vosotros (1894), Jesucristo estuvo en una onda radicalmente opuesta a todas estas agresividades terroríficas. Tolstoi señala que lo específico de Cristo es la no violencia, la resistencia pacífica, la mansedumbre, el poner la otra mejilla. Lo puramente cristiano es, para el gran novelista ruso, el Sermón de la Montaña, con sus bienaventuranzas dirigidas a los pobres de espíritu, los misericordiosos, los mansos y demás miembros involuntarios del renovador pacifismo antisistema predicado por Jesucristo.

Sin embargo, estos cristianos norteamericanos, armados hasta los dientes, pasan por alto esta parte sustancial del Nuevo Testamento y consideran que se puede seguir a Cristo cargando no con una cruz sino con una mochila llena de dinamita. Son cristianos de antes de Cristo, más bien adheridos a algunas de las terribles barbaridades que pueden leerse en el Antiguo Testamento y que le ponen a uno la piel de gallina.

El gran problema es, sin ninguna duda, qué hacer. ¿Qué puede hacer ahora mismo un norteamericano cristiano y armado que lee a Tolstoi (probablemente por error) y de repente vislumbra esta contradicción radical entre el cristianismo real y la posesión de un rifle de repetición? ¿Tiene que ser el primero de su escalofriante vecindario en tirar sus armas a la basura y abandonar su derecho a defenderse? ¿Tiene que dejarse matar?

Si este hombre, sumido en sus cavilaciones, consulta este problema con algún miembro de su iglesia, ya sea metodista, baptista, católica, ortodoxa o evangélica, existen muchas posibilidades de que le digan que no hay que interpretar la palabra de Jesucristo de una manera tan literal, que no tome decisiones precipitadas, que Dios escribe con renglones torcidos y que guarde un revólver por si aparece por su jardín algún asaltante pecador y demoníaco con intenciones torvas.

Si, por el contrario, el cristiano armado se lanza a la reflexión individual, honrada, libre de autoengañifas y de atajos psicológicos, no le queda otra que destruir las armas que posee y, en su caso, dejarse matar. El Evangelio recuerda que Dios tiene preparados el reino de los Cielos y la vida eterna para cualquier fiel que ofrezca mansamente su otra mejilla, así que un cristiano debe confiar en la palabra de Jesucristo. ¿O no?

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