Las barracas

Cuando ya nos habíamos acostumbrado a mantener en nuestras vidas unos altísimos niveles de seguridad, sofisticación tecnológica y esterilización pasteurizada de todo lo que tocamos, aparecen por el pueblo los feriantes, la feria, lo que en el sur llaman los cacharritos y en el norte llamamos las barracas. Las atracciones de feria. “Vamos a las barracas”, dice uno de los niños, y los padres transigimos y vamos a las barracas.

Uno se acerca a la feria y confirma lo que había imaginado: que el reguetón desorejado suena a todo volumen en cada barraca. Como todo lo que pasa en las barracas, esto de la música ratonera no es nuevo sino más bien antiquísimo, y en las barracas ha sonado siempre la canción del verano, o todas las canciones de todos los veranos, desde Fórmula V a Georgie Dann pasando por King Africa, Chayanne, o cualquier representante de eso, de la música barraquera. Ahora estamos en el momento del reguetón, y, ante esa realidad, los barraqueros ponen toda la carne en el asador: reguetón a fuego, sin hacer prisioneros, y que el respeto a la tradición musical barraqueril sea en buena hora. Sin embargo, se echa de menos una cierta unidad musical de las diferentes barracas, ya que cada una tiene enchufada su lista reguetonera de la versión gratuita de Spotify, con anuncios y todo; según vamos andando, nos llegan las cacofonías asincrónicas de cada barraca, y tanto reguetón simultáneo y asincopado puede convertirnos en otro Alex Delarge, el protagonista de La Naranja Mecánica.  

La cosa es decidir en qué barraca montarse. En todos los órdenes de la vida se cumple una ley inexorable: todos los niños toman malas decisiones. Es una realidad que se produce indefectiblemente, sin remedio. Instarles a que elijan algo en presencia de otros niños es abrir una fuente de lloros, discusiones y rectificaciones. Pero la economía está definida como el arte de seleccionar de qué manera van a emplearse los limitados recursos disponibles, así que un buen consejo es que algún padre decida autoritariamente en qué atracciones van a montarse las criaturas. Aquellos padres millonarios que heroicamente se niegan a tomar una decisión para no enfrentarse con la ira de sus insoportables hijos suelen optar por dejar que estos pequeños tiranos se suban en todas las barracas; que Dios conserve a estos padres el poder adquisitivo y las ganas de seguir contribuyendo a la buena marcha del comercio. Porque reconozcamos que un viaje infantil en barraca cuesta una considerable cantidad de euros, y digamos también que estos viajes ya eran costosos antes incluso de la inflación desorejada.

Una vez tomadas las decisiones, los niños se suben en el Tren de la Bruja o en alguna otra atracción. Las barracas más inquietantes son siempre esas monstruosidades con brazos largos que suben y bajan a varios metros sobre la superficie terrestre mientras emprenden una traslación volátil alrededor de un eje. Algunas veces se llaman El Pulpo, otras El Saltamontes, y otras El Canguro. En estas atracciones hay ciertas posibilidades de que uno de los asientos que están al final de la extremidad salga volando y provoque la muerte de los niños voladores y de algún otro transeúnte. Esto es un hecho que se produce pocas veces, por suerte, pero todo padre dotado de cierto espíritu cenizo y aguafiestas aprovechará la espera en la cola para inspeccionar visualmente las juntas de los brazos del Pulpo, los enganches, los pistones que articulan el movimiento del artefacto, y siempre se quedará con la impresión de que esos tornillos andan flojos.

Afortunadamente, la inquietud dura poco porque enseguida aparecen los dos ingenieros aeroespaciales encargados de la seguridad de la barraca. Se trata de un quinceañero vestido con la camiseta morada sin mangas que llevaba Kobe Bryant en Los Angeles Lakers y de su hermano, algo mayor que él, que se pasea con una litrona de Cruzcampo en la mano. Estos dos especialistas técnicos colocan a los pasajeros en los asientos y comprueban la seguridad de los cinturones dando unos desganados y extremadamente rutinarios tironcillos; la maestría es tal que el de la litrona hace sus comprobaciones sin soltar su brebaje.

Entonces suena la bocina y la voz del primer oficial barraqueril resuena estrepitosamente por megafonía, superando en volumen al reguetón, y esa voz anima a los viajeros, hace chistes contrarios a la corrección política imperante y subraya, en definitiva, lo demencial de esta aventura. El padre sufre, el niño disfruta y la cosa acaba en cinco minutos. Nadie resulta herido, más allá de los inevitables trastornos estomacales que a veces desembocan en un lanzamiento oral de algo muy parecido a una minestrone.    

Después la familia obliga al padre a que dispare en el puesto de las carabinas —en Vizcaya, chimberas—, y que dispare a unos llaveros expuestos en la pared del tenderete, sujetos sobre unos palillos. El padre no es experto en finanzas, pero sabe a ciencia cierta que la suma del valor del llavero y el palillo que hay como premio no llega ni a un cinco por ciento de los tres euros que va a pagar por disparar; pero, por encima de lo opíparo del negocio de los disparos, estamos en el mundo de la ilusión barraquera, y hay que participar de las diversiones. Naturalmente, el padre dispara tres veces y falla las tres.

Llega la fatídica hora de irse y los niños protestan. Se han pasado la mitad de la visita llorando porque querían subirse a tal o cual barraca, y también lloran al marcharse, y el padre se encoge de hombros ante tanta y tan sumamente costosa insatisfacción. Al día siguiente nadie se acuerda de su frustrante experiencia y todo el mundo guarda una estupenda impresión de su paso por las atracciones de feria. Nadie quiere que se suspendan.

Porque las barracas son una exhibición desorbitada del mundo ruidoso, sudoroso y peligroso de antaño. Ahora que todo lo medimos, lo comprobamos, y ahora que cada cosa requiere mil licencias y está prevista y tecnológicamente verificada, las barracas son un milagro decimonónico en el que sobrevuela la sensación de que nada está comprobado: los churros se fríen en un desafío sanitario en forma de barreño rebosante de un aceite que ha visto infinitos usos; las carabinas del tiro al blanco están eternamente desviadas; y las atracciones más peligrosas pueden venirse abajo en cualquier momento.

Una vez más, se ha producido el milagro que todavía mantiene al mundo con un pie fuera de la uperisación surgida del Covid: las autoridades han dado el visto bueno para que se instalen las barracas.

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