Perdedores Sin Fronteras

La guerra. La devastación casi sistemática, mecánica, ese bombardeo funcionarial y esa destrucción alegre de todo lo que se encuentra a la vista. El inicio de la guerra ucraniana nos dejó atónitos: lo veíamos con incredulidad y asombro, pensando que, a estas alturas del siglo XXI,  el disparate bélico ya no tenía sentido, como si las guerras del pasado hubieran sido siempre un prodigio excelso de lógica humanitaria.

La cosa es que han pasado las semanas, y todos vamos cogiendo postura, y estamos en esa fase en la que la costumbre está permitiendo que convivamos con la atrocidad desde la insensibilización que otorga la rutina. Escuchamos las noticias sobre la guerra con una indiferencia irrompible, acorazada. Se diría que la guerra nos importa un pimiento, y solo se observa cierta inquietud en aquellas personas con intereses laborales directos en ese tráfico de bienes y servicios que ha quedado diezmado o directamente interrumpido por la guerra. Los demás, los ciudadanos corrientes, sufriremos implacablemente las consecuencias de esta interrupción del suministro, y lo haremos más tarde pero con toda seguridad, y en la forma específica de una inflación desorbitada. Pero, por el momento, los ciudadanos del montón hemos llegado al punto óptimo de desapego con respecto a las noticias bélicas, ese desapego que nos faculta para poder ir tranquilamente a la playa, al campo, a la taberna o a comer con las familias del equipo de fútbol del niño. Incluso podemos ir a cabrearnos con nuestros vecinos en la reunión de la comunidad de propietarios. Los cabreos por asuntos vecinales, insoportablemente prosaicos, son un síntoma de normalidad prebélica. Las guerras vecinales son propias de periodos de paz.

Sin embargo, algunas personas aisladas, un poco absurdas, siguen espontáneamente dándole vueltas al asunto de la guerra. No pueden evitarlo. La guerra está en pleno apogeo y estos señores no lo entienden. ¿Cómo ha podido pasar? ¿Y por qué se prolonga? ¿Por qué no se acaba? Hay gente preocupada que no comprende cómo puede perpetuarse un conflicto armado cuyas consecuencias directas son la ruina de Ucrania —y, por extensión, la de Rusia— y el desastre económico potencial para buena parte de los países europeos y para otras muchas zonas geográficas, además de la carestía energética, la escasez de grano y la crisis alimentaria.

A estos ciudadanos consternados que no entienden nada y que sacuden la cabeza con extrañeza hay que abrirles los ojos y hacerles ver de una vez por todas que las consecuencias más feroces de la guerra impactan sobre todo en un grupo humano muy concreto, que es el grupo de los perdedores internacionales. Los que se quedan sin trabajo en todas las crisis. Los que siempre tienen que irse pitando de todos los países y llegan de mala manera a otros lugares. Los que se quedan sin casa o nunca la tuvieron. Los refugiados eternos.

La guerra no la pierde un país, por mucho que quede demolido o que sea conquistado: en realidad, los que pierden las guerras son los perdedores de todos los países, los Perdedores Sin Fronteras.

En cambio, hay otras personas que, independientemente del país en el que vivan, son los que ganan todas las guerras. Los que, estén en el bando que estén, o incluso sin formar parte de ningún bando, siempre tienen liquidez para comprar negocios en ruinas; los que se benefician de los desorbitados precios del combustible; los que consiguen aprovecharse de las situaciones extremas.

Se puede suponer que estas afortunadísimas personas nunca sufren daños e incluso se sospecha que están enteradas en tiempo y forma de los procedimientos que los dirigentes de los países en guerra van a usar para tomar decisiones y emitir eslóganes. Es decir, que la guerra no va a ser dañina para los intereses de estos ganadores, ni siquiera inocua: para ellos, la guerra va a ser benéfica, positiva y rentable.

Por tanto, hay que esperar pacientemente a que todos estos señores decidan que la pesca ya no les cabe en el bote y que, en consecuencia, estamos ya en la hora de la paz y el entendimiento, no sea que las toneladas capturadas acaben por hundir la embarcación. En ese momento llegará el cese de las hostilidades. Los países restablecerán la concordia y las transacciones económicas quedarán reanudadas.

Hasta que eso se produzca, los ciudadanos del montón, conscientes de que la vida es muy corta y que además ha sido acortada por la pandemia, seguirán intentando olvidarse de la guerra y buscarán disfrutar modestamente de los placeres más sencillos; al mismo tiempo, estos ciudadanos corrientes van a tratar de evitar a toda costa su caída a la fosa de los perdedores internacionales y perpetuos. Una fosa de la que no se sale.

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