La tensión en Ucrania podría acabar fatal o quedarse en un puro intercambio declamatorio, que es lo que tal vez convendría a todos, de acuerdo con el buen sentido y en función de la raquítica situación económica de varios de los países de la zona. Lo más significativo del asunto es, otra vez, Vladimir Putin, su figura, su presencia, sus tantísimos años dirigiendo a los rusos. La de Putin es una personalidad inquietante, cuya capacidad para poner nerviosa a la gente está traspasando fronteras y ha llegado a la prensa y a la política de todos los países, incluidas las de España. ¿Qué pensamos de Putin? ¿Estamos a favor o en contra de Putin? Antes de que le declaremos la guerra, creemos que sería conveniente tratar de aclarar esta cuestión.
Todo el mundo sabe que Putin es un personaje criado en el antiguo régimen soviético y que, subiendo desde las sombrías esclusas de los mandos policiales de la KGB, llegó a lo más alto, demostrando un encomiable instinto de adaptación al postcomunismo, que es la realidad rusa del siglo XXI. Putin lleva dos décadas largas controlando los sistemas políticos del país y ganando elecciones bajo los más diversos formatos; en base a sus triunfos, Putin se ha mimetizado con el panorama institucional ruso y ha conseguido que la masilla de las juntas del sistema se haya espesado y endurecido, y ahora su entorno es impermeable, y en el sistema hay pocas grietas. En la política doméstica, Putin parece un hombre intocable.
Como líder de gran perspicacia y olfato, Putin ha identificado las cuerdas sentimentales que hay que pulsar en la ciudadanía rusa. No sabemos si los rusos echan de menos el sistema económico soviético —habría que preguntarlo allí— y cuesta creer que se quiera volver al férreo totalitarismo político de los soviets —ojo porque, en los países más castigados por la inseguridad ciudadana, a veces se dan esas añoranzas—; lo que sí parece tener claro el presidente ruso es que, según su criterio, la población echa de menos el marchón de la grandeza territorial del imperio ruso y la fanfarria de la unión de repúblicas socialistas soviéticas. Así, desde hace años, Putin se preocupa por reducir la influencia de la OTAN en los antiguos países soviéticos y trata de contrarrestar esta influencia con un acercamiento a estos países por todos los canales y medios. Así se ha llegado a la tensa situación actual en la frontera de Ucrania.
Ante este posible conflicto, la opinión pública occidental ha entrado en lenta ebullición y se encuentra desconcertada. ¿Nos gusta Putin o no nos gusta? Normalmente, Putin ya podría estar definido a estas alturas como un amenazante tirano que tiene a su pueblo sojuzgado y cuyas ambiciones megalomaníacas y expansionistas pueden llevarle a querer ocupar violentamente buena parte de Europa del Este; sin embargo, la cosa no está tan clara. Veamos.
Para los ciudadanos que se encuentran más o menos en el centro ortodoxo de las democracias parlamentarias y liberales de Europa, el presidente ruso tal vez se exceda en su trato con la oposición, con los medios de comunicación y frente a los contrapesos democráticos que representan la separación de poderes, pero Putin tiene una cosa buena: garantiza la preponderancia del capitalismo en Rusia. Puede que Putin eche de menos la extensión territorial del imperio soviético, pero no hará ningún intento de volver a sistemas económicos comunistas. Por tanto, con Putin quedan perfectamente garantizados los negocios opíparos entre la élite rusa y los representantes occidentales del dinero. Así que, en este sentido, Putin igual no es tan malo. Con Putin se hacen buenos negocios.
Ojo porque esto no acaba aquí. Para la izquierda más orillada, la que está en las afueras de la socialdemocracia, Putin representa un interesantísimo contrapoder frente al imperio americano y al predominio antidemocrático de las élites globalistas. Putin, con sus alianzas con los países más rocambolescos de Hispanoamérica, y con su amistad entrañable con la República Popular de China, supone una molestia para los norteamericanos, los burócratas de Bruselas y las sombras oscuras del foro de Davos. Así que, para nuestros líderes izquierdistas puros de oliva, Putin representa un cierto regreso al ambiente de la Guerra Fría, cosa que, mire usted, tal vez no sea una mala idea. Parafraseando a los viejos antifranquistas, “contra Franco vivíamos mejor”.
Pero la cosa se complica. El presidente ruso es también un elemento sugestivo para la nueva derecha, más bien reaccionaria —en el sentido estricto de la palabra, no se enfaden ustedes—, esa derecha considerablemente populista, que, a caballo de un trumpismo más o menos definido, ahora viene pisando muy fuerte. Para estos señores, Putin tiene sus defectos, pero es un personaje indomable, que no se pliega ante nadie, que representa con gran carácter la soberanía nacional, la insobornable voluntad de existir del pueblo ruso. Además, en la gestión de la intendencia interior, Putin no se anda con chiquitas, y su especialidad es la relación con los terroristas que han tratado de chantajear al gobierno ruso: ante la amenaza terrorista, Putin, abanderado de la autoridad, toma el camino más corto y resuelve el problema gaseando a tirios y troyanos o entrando al asalto para rescatar a rehenes sin detenerse excesivamente en los matices finos. Por si esto fuera poco, los derechistas consideran que Putin representa un obstáculo para el globalismo obligatorio de las élites judeomasónicas que quieren dominarnos, etc, etc.
El señor lector habrá observado que, ante este último rasgo de Putin —el contraglobalismo—, hay una confluencia de las versiones más sentimentales de las izquierdas y las derechas. Pensando que estaban alejándose, resulta que unos y otros llegan al lugar donde está Putin, que es la zona del liderazgo sin complejos y el fastidio a las élites económicas que quieren dominarnos y/o acabar con nosotros (no sabemos qué va primero, pero entendemos que, si nos matan, dominarnos no tendría ninguna gracia ni beneficio económico).
Por tanto, esta realidad confirma una nueva ley política, deducida empíricamente, que podemos bautizar como Teoría de la Confluencia en Vladimir, o, simple y cariñosamente, Teoría de Vladimir, y que se formularía de la siguiente manera: toda ideología que se aleje hacia el horizonte en una dirección acaba juntándose con cualquier otra ideología que esté alejándose a la misma velocidad en dirección opuesta. Esta teoría, vagamente copernicana, herencia algo chusca de la astronomía helenística, demuestra que el mundo político es esférico y fenomenalmente achatado por muchísimos lados, y que el terraplanismo político es una ficción tan irrisoria y estrafalaria como el terraplanismo físico, el otro.
Como ven ustedes, el asunto de Putin es tan complejo que, a pesar de que hemos sido capaces de formular una ley política completa, de incalculables aplicaciones prácticas, resulta que todavía no tenemos claro si Putin nos conviene o no nos conviene.