Los lectores de este blog son personas informadas y que discurren con intuición, así que seguro que todos ustedes ya saben que los analistas económicos andan preocupados por la escasez de algunos bienes de consumo. Como suele pasar, la razón de la escasez es el desajuste brusco que se ha producido entre oferta y demanda. Por decirlo de una manera simple, se ve que los consumidores queremos volver a consumir a todo trapo pero las fábricas todavía no acaban de salir de la accidentada dinámica de la pandemia y de los confinamientos. Eso ha provocado embudos, cuellos de botella y demás metáforas descriptivas de esta dinámica que nos conduce a un lugar fatídico: el de la inflación excesiva y la subida exagerada de los precios de las cosas.
El formidable escritor y maestro de observadores Josep Pla tuvo varias preocupaciones durante su vida, pero ninguna comparable con su obsesión por la inflación y por la fluctuación de la moneda. Pla fue en su juventud corresponsal en Alemania durante la república de Weimar, y tuvo la fortuna de ver in situ el fenómeno de que la moneda local pasara de una relación de 17.972 marcos alemanes por cada dólar norteamericano en junio de 1923 a 350.000 marcos por cada dólar un mes después; de ahí, en apenas semanas, se llega a 1 millón de marcos por dólar; 4 millones de marcos por cada dólar antes de que empezara el mes de septiembre; y 160 millones de marcos contra un dólar a principios de otoño de ese increíble año de 1923. Para noviembre de ese año, un dólar valía 4.200 billones europeos de marcos (por poner la cifra con todos sus ceros, que da todavía más cosica, sepan que el día 15 de noviembre de 1923 se pagaban 4.210.500.000.000 marcos alemanes por cada dólar estadounidense).
En este enloquecido contexto, en el que la población local se adaptaba como podía a la indigencia, el escritor Pla vivía en Alemania de un modesto sueldo de reportero que le mandaban cada lunes, salario denominado en pesetas, y el hecho de cobrar en divisa española propició que Pla viviese como un multimillonario y que cada semana gozase de un poder adquisitivo aún mayor: el valor de sus pesetas crecía exponencialmente según iban pasando las horas y los días. Esto habría llenado de satisfacción a cualquier persona despreocupada que se viese en aquel contexto, pero a Josep Pla la experiencia le dejó una huella de consternación y abatimiento que le duró toda su vida, llegando a explicar muchas veces durante las siguientes décadas que, para él, el político mejor era aquel que sabía cómo sujetar y estabilizar el precio de la moneda.
El caso es que nadie tiene miedo a un poco de inflación, ya que se entiende que es un síntoma de crecimiento y de robustez, pero todos temen a la inflación excesiva. ¿Dónde está el límite? No lo sabemos, pero en la prensa más pesimista y escandalosa se habla ya de precios disparados, descontrolados, desbocados y encabritados, y se nos atemoriza de cara a la próxima celebración navideña, que, según estos medios tan pesimistas, estará caracterizada por la falta de productos de consumo.
La Navidad sin consumir. Imagínenselo.
Ya hemos hablado aquí del fenómeno por el cual la Navidad ya no es la Navidad, la Natividad de Jesús de Nazaret, sino que ahora se trata de Las Fiestas. “Felices fiestas”, nos dice la gente. Llevamos dos milenios escuchando que Jesucristo vino al mundo en unas condiciones paupérrimas, y poco a poco hemos pasado a celebrar ese paradigma de la humildad desde el otro extremo, encumbrando la opulencia, el confort y el derroche, cada uno en su escala de capacidad, y celebrando en realidad vaya usted a saber qué cosa. Las Fiestas. Muchas personas jóvenes ya no saben por qué hay que reunirse en Navidad, ni qué es lo que se celebra, pero ahí están, tomando whisky delante de la abuela, abriendo regalos y colgando en Instagram fotos de Las Fiestas.
La Navidad sin comer en exceso, y sin comprar ninguna cosa, podría dejar de ser eso de Las Fiestas; pero, ¿qué será entonces? ¿Una celebración religiosa? Anda ya. ¿Cenaremos arroz? ¿Tendremos que dejar que nuestro cuñado haga su insólita tortilla de patata, que tanto renombre tiene y que nadie ha probado hasta ahora? ¿Y qué haremos sin comprarnos nada y sin regalarnos mutuamente cosas?
Y si esto de la escasez se extiende más allá de Las Fiestas, ¿qué será de nosotros? ¿Sabremos vivir consumiendo menos? Ahí están las enseñanzas de todos los grandes abogados de la frugalidad que en el mundo han existido, como Heráclito, Zenón de Citio, Walt Whitman o el gran figurón moderno del movimiento en pro de la vida sencilla, Henry David Thoreau, enorme escritor del cual vienen muchos de los modernos ecologistas, los beatnicks y los hippies. Seguir las pautas de Thoreau y de todas estas inolvidables personalidades es renunciar a los objetos, procurar limitar y reprender nuestra envidia, no aspirar a otra cosa que no sea la compasión. Dejar de tocar las pantallas; dejar morir a los cacharros, no renovarlos, y poner en marcha el cerebro. Convivir con la soledad, hacerla fructífera, pero no renunciar a la conversación. Permitir que nos dé un poco el sol, pero no para ponernos morenos, sino para entrar en calor. No darle al niño una maquinita: darle un lápiz. Saber usar el tiempo del que se dispone, que es escaso y que además, según avance, nos parecerá cada vez más corto.
Ustedes pensarán que estas máximas podrían formar parte del trastero intelectual de cualquier coach de medio pelo, pero la diferencia entre un coach leal a la maquinaria y un estoico que va a por todas está en que un buen coach se limitará a proponer unas ligeras disciplinas mentales para diluir la angustia, pero nunca recomendará a sus feligreses que dejen de consumir bienes y servicios, ya que, si lo hiciera, perdería oportunidades laborales. Un buen coach no puede ser un ácrata, ni debe resultar económicamente disolvente, ni optará por posicionarse en el extrarradio del sistema de consumo, porque un buen coach es un cuco. Un buen coach siempre estará atento a cualquier encargo de coaching corporativo.
Para tranquilidad de todos, no parece probable que veamos un escenario extremo de privación. Se pondrán sobre la mesa los medios y se lanzará el conveniente chorrazo de lubricante financiero para que la rueda siga girando y el empleo se sostenga. Porque nuestros empleos y, por extensión, la estructura de la economía contemporánea, están cimentados en el consumo continuo, creciente, imparable, y Las Fiestas no son sino una de sus más renombradas metas volantes. Sí, metas volantes, porque el consumo no tiene ni puede tener metas definitivas ni finales satisfactorios. El consumo exige un pedaleo mínimo, porque es una bicicleta que no lleva incorporada ninguna pata de cabra.
Bravo.
memorables y certeras palabras. Consumamos menos.hoy
y habra mas para el mañana