Si alguien se despertase hoy después de décadas de hibernación glacial tendría docenas de motivos de asombro y estupor, pero uno de los más impactantes sería el de la proliferación multitudinaria y generalizada de las prendas-colchoneta. Todo empezó hace cosa de unos diez años, cuando a alguno de nuestros más conspicuos cerebros de la moda le dio por pensar que era el momento de rescatar el plumífero como elemento textil. Se supone que el mundo de la moda trae consigo el reciclaje continuo y el rescate creativo de elementos descatalogados, y, a pesar de que las prendas impermeables más o menos hinchadas y rellenas de plumas habían desaparecido de la faz de la tierra y permanecían encerradas en el mismo trastero que las hombreras o las casacas militares con galones y charreteras, se decidió que convenía rehabilitarlas.
La primera manifestación consolidada de esta idea entró poco a poco y fue aquello que en un momento dado se bautizó popularmente como el fachaleco. Esta prenda, que reunía algunas de las características del chaleco tradicional, carecía de su esencia textil y en realidad era básicamente un plumífero sin mangas, con una cremallera delante. Su uso se circunscribía inicialmente a un segmento poblacional estrictamente delimitado y conocido como los pijos. Durante varias temporadas, el fachaleco era el símbolo indumentario que mejor identificaba a su grupo sociológico de usuarios, pero ese honor se vino abajo con la llegada del fatídico Covid y, con ella, la aparición de las mascarillas con la bandera española, complemento que nos dice mucho más acerca de la personalidad de quien lo lleva que cualquier conversación que podamos tener con el enmascarado, que siempre puede ser equívoca. Políticamente, la mascarilla con la bandera es un distintivo infalible, el carbono 14 de las afinidades político-sentimentales de un ciudadano.
En todo caso, el fachaleco era una prenda de gran versatilidad, que se podía llevar encima de un jersey, debajo de una chaqueta, en un ambiente formal, de sport o en cualquier otro contexto social, con la ventaja de que sus portadores quedaban definidos por el mero hecho de llevar uno puesto. Empezaron a ponérselo los jóvenes y dinámicos alevines de pijo, contagiándose entre ellos el fervor por la colchoneta desmangada, y poco a poco la extensión de la prenda llegó a todos los confines del ecosistema conservador y de derechas.
Durante unos años, parecía que las cosas se habían establecido así y así se quedarían, hasta que empezó a detectarse la presencia de artículos de carácter plumífero en otros segmentos sociales, debido a que algunas casas de moda generalista decidieron que el experimento de la implantación de prendas acolchadas en el torso de los pijos había sido un éxito que debía de exportarse a otros ámbitos. Así, de repente, la tela mullida y forrada de plumaje invadió los escaparates de las grandes superficies, los percheros de las cadenas internacionales de la moda más asequible y, finalmente, los mercadillos sabatinos de los pueblos de España. Los formatos también se ampliaron y empezaron a desbordar los límites del fachaleco estricto, y enseguida se vieron por la calle infinidad de chalecos con mangas, chaquetillas, chaquetas, abrigos con gorro e incluso gabardinas a media pantorrilla.
En un santiamén, España se llenó de ciudadanos de todas las ideologías unidos por primera vez en una comunión popular: la coincidencia en el atavío indumentario, el afán común por el lucimiento de edredones portátiles. Lo que no había conseguido la monarquía parlamentaria ni la república lo consiguió la tela rellena de plumas. Los abuelos más fundidos y descacharrados de España apenas pueden caminar por nuestros parques, pero no salen de casa sin esta nueva y revolucionaria prenda de guatiné, este saco de dormir con mangas, y además vemos que la edad avanzada no es ningún impedimento para llevar las versiones más estrambóticas de la chaqueta hinchable: colores espídicos, brillos metalizados y fulgores interestelares son usados por algunos jubilados para deslumbrarnos con sus prendas de abrigo por las calles de España. La seguridad vial está amenazada por el reflejo de los hovercrafts textiles que llevan puestos los viandantes.
Todo el mundo va acolchado, a pesar de que hace treinta años se había decidido que el chaleco salvavidas quedaba circunscrito al ámbito náutico. Y esta invasión choca todavía más cuando vemos que estas prendas están siendo confeccionadas con la ligereza y la fragilidad del mundo contemporáneo, y que, en aras de la comodidad, han perdido la resistencia que tenían los durísimos plumíferos ochenteros. Los chalecos acolchados de ahora están hechos de un tejido liviano, que no tiene ninguna impermeabilidad y que, al menor golpe, queda inservible, ya que cualquier agujero en la prenda, por pequeño que sea, provoca el desplume sistemático y la pérdida del relleno. Cuando se produce un agujero, las ventajas prácticas del acolchamiento se fugan por el orificio junto a las plumas, levantan con ellas el vuelo y las vemos desaparecer por la atmósfera, en un homenaje a la última secuencia de Forrest Gump.
Así, muchos chalecos de plumas tienen muy pocos usos porque puede llegar cualquier amigo descuidado y rasgárnoslo con un bolígrafo, una llave, o incluso nosotros mismos podríamos agujerearlo involuntariamente al pasar por un camino flanqueado por zarzas, porque no debemos olvidar que el chaleco plumífero sirve para todo y especialmente para ir de excursión.
¿Cuál es, en definitiva, el atractivo de esta moda? Es difícil saberlo. La comodidad por encima de todo es siempre el gran argumento general para justificar las mayores atrocidades estéticas, y sin embargo hay prendas comodísimas que todavía siguen considerándose poco estéticas y, en consecuencia, no han vuelto a ponerse de moda, así que la justificación tiene poca fuerza.
El hecho indiscutible es que muchísimas personas van por la vida envueltas en un nuevo acolchamiento de dudoso sentido práctico y estético. ¿Por qué? ¿Será solamente una moda más? ¿Tan fuerte es la influencia de la masa, el temor a parecer distintos, el miedo a significarse? Eso parece, y parece que seguiremos cubiertos de estos edredones portátiles. Pero nos tememos que hay muchas posibilidades de que, dentro de una década, contemplemos las fotografías familiares del momento actual y nos quedemos patidifusos ante la imagen del abuelo Manolo o la abuela Mari Carmen en la terraza de una cafetería de Ávila ataviados a sus ochenta y seis años con el chaleco salvavidas terrestre. Nuestros nietos pensarán que todos los españoles de 2021 éramos cosmonautas.