La libertad perdida

¿Cuánto tiempo puede aguantar el ser humano sin poder unirse a una aglomeración multitudinaria? Uno diría que la querencia a formar parte de la muchedumbre empieza a desbordarse y que, después de más de un año con un funcionamiento tutelado y lleno de restricciones, el personal está a punto de estallar. La reciente final de la Copa del Rey de fútbol, celebrada sin público, provocó unos alborotos previos en los cuales los aficionados de San Sebastián y Bilbao se apelotonaron contraviniendo todas las indicaciones sanitarias y rompieron diversos elementos del mobiliario urbano por la pura inercia del apelotonamiento, que al parecer le lleva a uno a causar estragos de manera natural.

Las personas se distinguen entre sí de muchas maneras, y se puede hacer una clasificación a partir de la relación entre el individuo y la masa humana. Hay un porcentaje abrumadoramente mayoritario de la población mundial que, al ver pasar una muchedumbre, parece necesitar acercarse a ella y formar parte del gentío, adherirse a la aglomeración. Estas personas creen que la muchedumbre es la formación más bonita y emocionante en la que la raza humana puede presentarse. La masa acoge a casi cualquier persona, la protege con su frondosidad mullida y suele proporcionar al individuo un pequeño arsenal de consignas que reconfortan a quien las grita. Manejar unos cuantos conceptos y canturrearlos mecánica y desmayadamente o de forma violenta es una actividad que, cuando se pone en práctica, ocupa un lugar principal en el cerebro de una persona. Quien se entrega a esta comunión no se ve en la necesidad de reflexionar, y puede renunciar al uso autónomo de sus capacidades para mecerse dulcemente en la musiquilla de la muchedumbre. En la mayor parte de los casos, el hombre se perfecciona y completa junto a sus semejantes, sobre todo si los semejantes están agrupados en grandes pelotones.

Frente a esta corriente mayoritaria de ciudadanos, hay otra corriente, al parecer muchísimo menor, formada por personas que se horrorizan ante la cercanía de una multitud. Estos enemigos de la masa no son necesariamente enemigos de la gente, sino que prefieren tratar a las personas de uno en uno o de dos en dos. Para estas personalidades algo misantrópicas, la masa es una amenaza y supone la antesala del horror. Evidentemente, los solitarios consideran que las muchedumbres más ruidosas, las que proclaman eslóganes o que llevan brazaletes, viseras o camisetas distintivas, y no digamos ya las que van armadas, son conjuntos humanos que anticipan la opresión y el derramamiento de sangre; pero, por extensión, estos solitarios incluso desconfían de las masas menos organizadas, más inofensivas y variopintas, o de aquellas que van unidas bajo una premisa noble o con ánimo de pasarlo bien pacíficamente.

Por ejemplo, los seres misantrópicos consideran que cualquier macroconcierto o congregación grupal masificada en las que haya música puede degenerar y tomar otros derroteros. La música, en concreto, que tanto placer ofrece a todo el mundo, es un elemento poderoso de transformación de las conductas humanas. La música ataca directamente al sistema nervioso. La melodía y el ritmo anestesian la racionalidad. Bajo la influencia de una música adecuada, cualquier alfeñique es capaz de animarse a cometer la mayor enormidad y, parafraseando a Woody Allen, uno puede lanzarse a invadir Polonia. Los himnos nacionales son, en este sentido, un arma peligrosísima.

Todo este universo de exaltaciones multitudinarias ha sido neutralizado por la pandemia y llevamos un año sin marchas, manifestaciones, festivales ni avalanchas humanas por culpa de las medidas extremas que restringen nuestra autonomía personal. Renunciar a la libertad individual es un hecho terrorífico que hasta ahora se ha sobrellevado con una resignación encomiable, pero las semanas van pasando y pesan como losas. La paciencia se acaba. Las personas quieren salir y divertirse. Esta aspiración no es ningún disparate y la entiende cualquiera.

Pero lo que no entienden los enemigos de las multitudes es la avidez que hay por usar nuestra individualidad con el objeto de perderla. Queremos ejercer el derecho a poder tomar las riendas de nuestra vida, pero queremos usar esa capacidad de tomar decisiones para optar por unirnos a una aglomeración humana en la que, muy probablemente, nadie tomará ninguna decisión.

El ensayista bordelés Michel de Montaigne, admirable desde tantos puntos de vista, dejó escrito que el hombre no es un animal racional —frase atribuida a Aristóteles—, sino que es un animal que cocina. Esta definición parece mucho más atinada y fina que la aristotélica, ya que se ha comprobado que hay algunos animales que piensan un poco y, sobre todo, está demostrado que hay muchos hombres que no piensan nunca. Pero el que cocina es siempre hombre y siempre será un ser superior. Así, el hombre, en solitario, cuando está en la cúspide de sus capacidades intelectuales, es un ser transformador, puede modificar su entorno y tiene la habilidad de potenciar sus talentos, por pequeños que sean. Para ello, es conveniente que ese hombre esté solo, que se mire a sí mismo. Una vez ha encontrado lo que buscaba y ha podido diseñar silenciosamente su proyecto, el individuo empieza a concitar voluntades y, con la ayuda de muchos otros, puede convertir en realidad sus ensoñaciones, ejecutarlas, erigir el edificio, otorgar orden al mundo, transformar el bosque en un jardín.

Por el contrario, de una aglomeración desproporcionada de personas nunca ha salido una idea, un proyecto, nada. Solo existe el aplastamiento, la anulación de lo humano, la bestialidad rampante y caótica. En consecuencia, la búsqueda de la compañía masificada parece un acto de regresión, una renuncia a la esencia de la persona.

La pandemia ha interrumpido violentamente nuestras vidas y, en muchos casos, ha acabado con ellas, pero a algunos afortunados les ha servido para volver a ser personas o para serlo por primera vez. Otros muchos perdieron enseguida la paciencia y llevan meses queriendo volver a sentir el calor humano que se experimenta junto a varios miles de sudorosos compañeros, camaradas, correligionarios y cofrades. Están deseando recuperar la libertad para para poder renunciar a ella libre e inmediatamente.  

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