El actor Enrique San Francisco ha muerto en Madrid a los 65 años, víctima de una neumonía que, a esta hora, no se sabe bien si ha tenido como origen el Covid o no. San Francisco llevaba un mes ingresado y sus circunstancias físicas eran de una precariedad reconocida por todo el mundo, incluido, por supuesto, él mismo.
Actor desde su infancia, con una carrera llena de altibajos, San Francisco había visto cómo su figura alcanzaba un gran relieve en los últimos años gracias a la televisión y a los monólogos. En sus apariciones públicas más recientes no se le veía recitando un texto sobre un escenario, sino en entrevistas cómicas o políticas, en las que desplegaba su desvergüenza incorregible. En los obituarios que se pueden leer estos días sobre el actor se percibe la huella tremenda que han dejado estas apariciones más o menos recientes en los medios, en las que entraba en cualquier polémica desde una óptica más bien ácrata, liberal, presta a la crítica general de los políticos, con cierto aire nostálgico y patriótico/sentimental. Se ha podido ver que estas declaraciones del actor han indignado a un sector de la población —al sector digamos más oficialista y socialdemócrata— y han suscitado el entusiasmo entre aquellas personas que en los últimos años han visto en la aparición de Vox una respuesta a su desasosiego. Es decir; que, gracias a la simplificación que hoy predomina en los medios, y que tiende al etiquetado ganadero de las personas, Enrique San Francisco, dentro de un mundo oficialmente tan de izquierdas como las artes escénicas, quedó catalogado como un outsider, un cómico más bien facha.
Sin embargo, creemos que Enrique San Francisco tenía otros dos rasgos de su personalidad mucho más interesantes. En primer lugar, era un profesional de la interpretación, un hombre que, además de haber aprendido el oficio con tótems de la escena española como Fernán Gómez, Bódalo o Agustín González, era un estudioso que, en su ámbito laboral, se había documentado sobre la artesanía interpretativa y no se tiraba ningún rollo; sabía que los actores deberían pasarse la vida leyendo y se quejaba de que los actores jóvenes de ahora no leían nada, no tenían peso ni fondo. En realidad, San Francisco era mejor actor de lo que parecía, y tenía el duende de la naturalidad, tan difícil de encontrar.
En segundo lugar, y como elemento importantísimo de su carácter y su figura, Enrique San Francisco era un yonqui. O, mejor dicho: había sido un yonqui, y del yonqui le quedaba la triste figura y el espíritu adictivo y nocturno. Enrique San Francisco estuvo oficialmente cuatro años enganchado al caballo, y otros siete desenganchándose. Esto no es ni puede ser un aspecto anecdótico más dentro de una vida llena de anécdotas hilarantes o trágicas como la de San Francisco; esto es, a nuestro juicio, la gran piedra angular de su personalidad. Los que tenemos cierta edad sabemos lo que era un yonqui, un heroinómano clásico, urbano, pero la gente joven de ahora presumiblemente conoce otro tipo de drogadicciones pero no sabe qué es un yonqui de heroína, salvo cuando tenían la oportunidad de ver y escuchar a Enrique San Francisco. Por eso es algo tan importante desde un punto de vista histórico.
La heroína es una sustancia que, entre 1975 y 1995 (aproximadamente), ha envuelto en una negra sombra a sectores muy relevantes de la juventud española. A diferencia de la cocaína —que es una droga invisible y de uso social amplio y generalmente inadvertido, perfectamente compatible con una vida convencional—, la heroína es una sustancia de una fuerza arrasadora, que conduce al adicto a un mundo de devastación física y social. Las personas ajenas al funcionamiento general de las drogas no entienden este efecto fatídico de la heroína frente a otras sustancias que no enganchan con tanta fiereza, pero solamente hay que leer a tratadistas beatniks como William Burroughs y otros yonquis experimentados y de talento literario para darse cuenta de que la fuerza de la heroína está en que es la droga más placentera, transformadora y liberalizadora, sin comparación posible dentro del catálogo de sensaciones humanas. La heroína es el no va más, y por eso se convierte en el centro de la vida del yonqui, y el yonqui empieza a vivir únicamente con el objeto de meterse heroína todos los días. Así, un yonqui es capaz de asaltar, robar con violencia, maltratar a sus allegados, mentir y manipular. Las perspectivas en la vida de un yonqui solamente duran hasta el próximo pico o tiro. Los actos de un yonqui no tienen para él ninguna consecuencia. El yonqui va tirando hasta que muere de cualquier dolencia, dolencia que resulta inocua para los no yonquis, pero el yonqui sucumbe porque llega a su hora final con el cuerpo hecho fosfatina, sin defensas, sin ningún armamento inmunológico.
Si nos extendemos en esto, a pesar de ser tan sabido, es porque pensamos que los jóvenes lectores no han vivido ese mundo de la heroína que en nuestra época colonizaba ciertas calles y parques de todos los pueblos y ciudades. Los yonquis deambulaban por allí como muertos vivientes, y nuestros padres se limitaban a decirnos que anduviéramos con cuidado cuando pasáramos cerca.
En consecuencia, el heroinómano clásico, canónico, ha ido despareciendo en España. Y hemos dicho que Enrique San Francisco ya no se metía caballo, pero daba el tipo, junto a otros heroinómanos famosos como Antonio Vega, Enrique Urquijo o Manolo Tena, o junto a heroinómanos de andar por casa como nuestro primo Manolo, o Paco, el del taller, o como el hijo de la vecina del cuarto izquierda, que robó todas las televisiones del edificio para meterse unos chinos. Los que hemos estado en los bares por la noche sabemos que en determinada época había por allí unos yonquis de guardia, perfectamente apacibles, cultos, esqueléticos, que tenían ideas originales sobre el sentido de la vida y que contaban sucesos graciosísimos que les ocurrían frecuentemente gracias al descontrol general que tenían. Personas sin un duro, que sobrevivían del sablazo indiscriminado y que iban tirando a salto de mata, cuya manera de vivir era incompatible con alguna posibilidad de tener una familia o de poder funcionar dentro de los parámetros que se consideran como convencionales. Personas, en definitiva, como Enrique San Francisco.