El ya ex ministro de Sanidad, Salvador Illa, se presenta como candidato por el PSC a las elecciones al Parlamento catalán, y desde que se anunció su candidatura se ha empezado a hablar del Efecto Illa. No se sabe muy bien en qué consiste semejante cosa, pero al parecer es algo muy positivo para los intereses del PSOE, dado que, gracias a la maquinaria de comunicación del partido, sentimos ya el efecto en nuestras carnes, y el señor Illa se ha convertido en la estrella de la campaña. Al parecer, los mandamases socialistas están convencidos de que el ex ministro es un activo electoral de altísimo valor, y lo pasean por todos lados; y, por lo visto, el resto de partidos comparte esa opinión, o eso se extrae de la severa forma en la que Illa está siendo criticado desde los puntos más distantes del arco político. Así, mientras la campaña de unos y otros se desarrolla como un ininterrumpido Illa-Illa-Illa, buena parte de los votantes se miran extrañados y se encogen de hombros ante lo que están viendo.
Como todos ustedes saben, Salvador Illa es ese señor ministro que durante el último año ha salido semanalmente a dar explicaciones oficiales relativas a la pandemia. Junto a Fernando Simón ha formado un tándem susurrante, estupefaciente, cuyos esfuerzos han llenado de orgullo a algunos ciudadanos; sin embargo, para otra parte no menos considerable de la opinión pública española, Illa y Simón representan el no va más de la improvisación, el caos y el desbordamiento luctuoso de los acontecimientos sanitarios. Hay que decir que estas suspicacias populares se han dado en todos los países donde el Covid ha impuesto su ley, y raro es el lugar del mundo occidental donde la ciudadanía no haya echado todas las culpas de todo al Gobierno y donde el lugareño enardecido no crea que su gobierno es el que peor lo ha hecho. Los confinamientos han irritado incluso a los vecinos más obedientes.
Así que, sabiendo eso, asombra la seguridad con la que los responsables de la propaganda gubernamental avalan la presencia de don Salvador Illa en lo más alto de las listas electorales catalanas. ¿Habrán medido adecuadamente las sensaciones que el equipo gestor de la pandemia suscita en los votantes? ¿Tendrán bien hechos los cálculos demoscópicos? ¿O es que el Efecto Illa no es el efecto de su imagen como gestor de la pandemia? ¿Acaso hay otro Efecto Illa?
Este misterio nos ha llevado a realizar un seguimiento exhaustivo de la figura de Salvador Illa y de sus manifestaciones durante esta campaña electoral. Durante este estudio, hemos descubierto a Illa, y resulta que Illa está revelándose como un personaje único, curiosísimo, que en los actos programados durante la campaña se desenvuelve con unas maneras dignas de ser glosadas. Para empezar, y pese a que en su momento aceptara encargarse de un ministerio tan técnico como el de Sanidad, el señor Illa es en realidad un licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona, y eso le confiere cierta habilidad en el manejo de la jerga más abstrusa del gremio de los filósofos; como es sabido, un buen político debe acudir periódicamente al habla vacua e inane si quiere salir vivo de un debate, así que Illa echa mano del silogismo hegeliano y lo enreda todo. Dialécticamente, en las entrevistas abiertamente hostiles a las que se ha sometido hasta ahora, Illa se revuelve con habilidad suprema, y en un mismo párrafo es capaz de hacerse entender cuando trata los asuntos que quiere dejar claros y de resultar ininteligible cuando el tema a tratar puede hacerle quedar mal. Illa corrige al entrevistador, ignora las secciones más peliagudas de las preguntas, y se desenvuelve con una maestría admirable.
Pero donde Illa sorprende es en lo conceptual, en el fondo de su personalidad. Illa ha afrontado el encargo de la candidatura con una originalidad que impresiona. Para empezar, su tono personal, su aire, es el de un cierto cansancio. Illa se preocupa de que nos demos cuenta de que todo esto de ser político es un engorro que a él solo le trae problemas. En las entrevistas resopla resignadamente; cuando se le pregunta sobre la pandemia, da a entender que él lo ha hecho lo mejor posible y que en ningún país nadie ha tenido ni idea de lo que había que hacer, pero esto no lo comunica con acaloramiento sino con un cierto hartazgo, como diciendo: “Si tan mal lo hemos hecho, póngase usted en mi puesto y verá lo difícil que es esto”.
Con respecto a Cataluña, a la situación catalana, y muy especialmente a lo que durante tantos años unos han dado en llamar el problema catalán y otros han llamado el conflicto, Salvador Illa se presenta como una persona completamente glacial y abiertamente desapasionada; Illa no quiere entrar en los sentimientos de unos y otros porque él, a pesar de ser natural de La Roca del Vallés, no parece tener ningún sentimiento nacional. Illa afirma que su intención como político es apaciguar los ánimos y que todo el mundo se tolere medianamente. Este enfoque es más propio de un señor sueco o un noruego que de un político español, y de hecho Illa ve el gran problema catalán con distanciamiento y frialdad, como lo podría ver un finlandés. A Illa un periodista le ha preguntado esta semana si el asunto catalán es un problema o un conflicto político; Illa ha contestado que esta palabrería le daba igual y que el periodista podía usar la denominación que quisiera.
Esta es la imagen que quiere transmitir Illa. Esta manera de mirar a las cosas, mezclando hartazgo y desapasionamiento, como dando a entender que él no gana nada en política y que, si su labor no gusta, él se marcha muy felizmente, es lo que separa a Illa de todos los demás políticos profesionales que conviven con él en el circo de la actualidad; el político corriente que no es Illa suele ser entusiasta, acalorado, sentimental y estrictamente demagógico. Y no se asusten ustedes, pero estos rasgos del temperamento de Illa nos traen el recuerdo de la personalidad de Manuel Azaña, quien, salvando las abismales distancias, mantenía frente a las cosas de la política esa postura de fastidio y frialdad; en concreto, para los terribles conflictos territoriales de España, Azaña tenía solamente una receta: ir sobrellevándolo todo sin añadir un solo sentimiento a semejante olla en ebullición. Al parecer, en los años treinta no había nadie más en España que coincidiera con esta lectura, y Azaña estaba solo. Además de Illa, ¿habrá alguien así en la actualidad?
Así que Salvador Illa, el ministro de la pandemia, se presenta como un azañista. Eso es ya un Efecto Illa como la copa de un pino, aunque no sabemos si es el efecto que el electorado va a identificar y valorar, y desde luego tenemos muchas dudas de que sea el efecto que los expertos en propaganda del Partido Socialista querían inicialmente publicitar. Ellos lanzaron al ministro gris, al gestor de la pandemia, pero la criatura ha adquirido otra dimensión.