La pulsera de la felicidad

Una empresa británica ha creado un artilugio dedicado a vigilar y evaluar nuestro estado de ánimo. El cacharro se llama Moodbeam y es una pulsera con dos botones: el azul representa la tristeza y el amarillo representa la felicidad. El usuario puede pulsar cualquiera de los dos botones en diversos momentos del día para expresar su estado emocional, y, a través de una aplicación subsiguiente, Moodbeam trazará un mapa emocional del propietario de la pulsera, con patrones y tendencias para cada momento de la jornada.

Los responsables de esta especie de smartwatch sentimental consideran que el aparato es un avance con respecto a otros dispositivos similares, ya que hasta ahora la cacharrería de este estilo se centraba en ampliar hasta la extenuación las posibilidades de las telecomunicaciones o se dedicaba a medir la demencial actividad física que muchos ciudadanos llevan a cabo de forma recurrente. Algunos analistas incluso pronostican que el nuevo invento va a adquirir gran relevancia si se implanta en el ámbito laboral, dado que, durante los confinamientos, la pulsera permitiría a las empresas conocer el estado de ánimo de sus empleados cuando están alejados y permanecen invisibles, parapetados en el teletrabajo.

En un plano teórico, todo este asunto no debería sorprender a nadie. Nos encaminamos a la monitorización global del ciudadano y lo estamos haciendo con una despreocupación que en algunos casos se convierte en entusiasmo desorejado. La posibilidad de acceder a todo con nuestros móviles tiene dos direcciones, y por tanto acarrea la apertura de nuestro espíritu, nuestra conducta y nuestros gustos y apetencias, que son utilizados con fines lucrativos. No hace falta dar pábulo a ninguna de las muchas teorías conspiranoicas que circulan para llegar a la conclusión de que hay un interés crematístico en el seguimiento de nuestras vidas, ya que conocer nuestro comportamiento provoca que se afine mucho la información propagandística que recibimos, y todo eso se traduce en dólares contantes y sonantes.

Sin embargo, en este caso la información que recoge el dispositivo es recopilada por nosotros mismos y nace de nuestra voluntad, con lo cual podemos engañarnos a nosotros mismos y pulsar deliberadamente los botones equivocados. Este problema se concretaría muy específicamente si a las grandes empresas les da por instaurar la pulsera entre los empleados. ¿Qué soldado de la infantería empresarial está dispuesto a poner de manifiesto su disgusto ante las jefaturas que revisan los diagramas de su pulsera? En una sociedad idílica, ésta podría ser una idea a contemplar, pero en la sociedad actual, no parece que estas sinceridades se den a menudo, y mucho menos con el panorama de devastación económica que está llegando. Los empleados de cualquier empresa, que son unas personas que en estos momentos están agarrándose a su silla como buenamente pueden, van a optar sin duda alguna por pulsar frenéticamente el botón amarillo, el de la felicidad completa. La voluntad de expresar los sentimientos más recónditos del alma del empleado siempre estará supeditada a la necesidad de no ser mal visto por los jefes, de no transmitir una imagen de persona quejica o problemática. En consecuencia, el retrato que van a ofrecer los diagramas de la pulsera estará perfectamente distorsionado, y el objetivo de la instauración las pulseras no se habrá alcanzado ni de lejos. Las pulseras Moodbeam se habrán convertido en un nuevo gasto superfluo e inasumible para la empresa, gasto que, poniéndonos pesimistas, puede desembocar en despidos de la gente que ha llevado la pulsera y que en ningún caso había pedido llevarla.

Por tanto, es razonable poner en cuestión las bondades del invento, o al menos su eficiencia en el ámbito empresarial. En este sentido, se uniría a otras iniciativas que muchas compañías llevan a cabo para mantener una cierta elevación del espíritu de sus empleados, iniciativas entre las que están las charlas de los coach, los talleres de empatía, los role plays, las sesiones de espiritismo zen, las ouijas motivacionales, los paintballs corporativos, etc. Hay verdaderos dinerales invertidos en todas estas actividades que a veces crean un impresionante contraste con el ambiente laboral cotidiano; así, existen empresas que compaginan frecuentes charlas sobre felicidad y bienestar con el mantenimiento de un día a día caracterizado por la extremosidad malencarada, tirante y brusca.

Al ver este contraste tan acusado, determinadas personas con el vicio de discurrir podrían pensar que la mejor manera de conseguir que el empleado deje de presentar cuadros de ansiedad o síntomas de depresión en grado sumo no es emprender un seguimiento de su angustia mediante la pulsera, sino dejar de provocarle angustia. Estresar a un empleado —o permitir que ese estrés se produzca— y después tratar de medir y erradicar el estrés con métodos paliativos a posteriori nos recuerda a aquel tío de los Hermanos Marx que inventó los macarrones rellenos de bicarbonato, que causaban y curaban la indigestión a la vez; o también nos trae a la memoria aquellas manifestaciones patrióticas que el franquismo alentaba durante los años cuarenta en los alrededores de la embajada del Reino Unido en Madrid, con motivo de la reivindicación del carácter español de Gibraltar; en una ocasión en que los ánimos estaban al rojo vivo en la embajada, el ministro de Gobernación llamó al embajador británico para ofrecerle sus servicios y enviar a algunos policías a controlar la situación, y el embajador contestó: «Se lo agradezco, señor ministro, pero no hace falta que nos manden policías; nos conformamos con que dejen de enviarnos manifestantes».

Hay una probabilidad razonable de que el estrés de una persona no aparezca si no se dan los motivos que lo provocan. Es una idea. Pero parece una más de esas ideas descabelladas que se descartan a la primera, y es posible que lo que cuaje es la idea de la pulsera, así que prepárense para llevarla y darle al botón. La gran paradoja definitiva sería que un empleado feliz, responsable y pacífico empezara a estresarse de repente por el hecho de llevar la pulsera, y tuviese que ponerse en la tesitura de darle al botón azul, el de la tristeza, por culpa del Moodbeam. Y todo podría llegar a la perfección si el empleado recién estresado decidiera finalmente pulsar el amarillo, que es el botón que manifiesta felicidad, para no decepcionar a la empresa. El empleado, que se había despertado esa mañana en medio de la más pletórica felicidad, se acostaría esa misma noche bajo el tormento creado por el influjo de Moodbeam. El empleado modélico, tumbado boca arriba en la penumbra de su cuarto, mirando fijamente al techo, evaluaría la enorme decepción provocada por su conducta y contemplaría por primera vez en su vida la posibilidad del suicidio.

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