La combustión de las masas

El problema de la política es la obligatoriedad de adular y engatusar a las masas. Esta realidad inequívoca siempre ha condicionado el comportamiento de nuestros representantes públicos, pero en el frenético mundo actual se acelera la distribución de demagogia a caño libre, y los políticos las pasan canutas para poder seguir el ritmo de los acontecimientos tuiteados sin orden ni concierto.  Dado el caudal informativo que nos arrasa, un político a veces ya no llega a subrayar cada una de las noticias o trending topics y hay muchas cosas que se quedan sin el aderezo del populismo de nuestros representantes públicos. No hay mal que por bien no venga.

He aquí un ejemplo: esta semana hemos visto una discusión pública muy acalorada entre los dos partidos que forman el gobierno de España con respecto a la situación de don Juan Carlos I, que como todos ustedes saben es medianamente peliaguda. Unidas Podemos ha denunciado con gran alarde de trompetería que su socio gubernamental mayoritario, el PSOE, se ha unido a las derechas para bloquear la posible investigación en el Parlamento de algunos asuntos de aire tétrico relativos a las finanzas particulares de Su Emérita Majestad. El partido de Pablo Iglesias, abierta y francamente republicano a pesar de aportar cinco ministros al gobierno del Reino, ha manifestado su desagrado y ha recordado que ellos están por la república plurinacional y solidaria.

Nosotros no somos un ejemplo de sagacidad, pero sospechamos que toda esta discusión es un teatrillo en el que todos los intervinientes (derechas, izquierdas o centros) participan de muy buena gana porque consideran que es una ocasión estupenda para lanzar sus ráfagas demagógicas; cada partido, en su área y con su público, sale reforzado de esta discusión. Los que salvaguardan la intimidad del rey padre creen que así refuerzan sus vínculos con quien les vota, y los señores de Podemos (y no digamos los demás partidos minoritarios) mantienen en movimiento la bolita del malabarismo populista, que consiste en tratar de que su público olvide durante un ratillo que Podemos es, en estos momentos, un partido de gobierno en una monarquía capitalista.

Es decir, que todos los partidos del arco parlamentario salen ganando con este entremés y además, con el bloqueo a la investigación, se ahorran el bochorno de tener que hacer como que investigan a don Juan Carlos, de quien evidentemente lo saben todo desde hace muchos años.

La demagogia es un elemento que jamás desaparecerá y muchos ciudadanos podemos aceptarla siempre y cuando se distribuya con cierta mesura y en proporciones digeribles. Sin embargo, a veces la demagogia se sale de sus cauces y se convierte en un torrente que todo lo arrasa. Esta misma semana hemos tenido un ejemplo de ello en Estados Unidos, con la invasión del Capitolio por parte de grupos de seguidores de Donald Trump. Está discutiéndose si el discurso que el presidente ofreció a sus acólitos minutos antes de la irrupción de la turba es constitutivo de alta traición y si fue un mandato de abordaje o una mera arenga deportiva y saludable. En realidad, cualquiera que haya seguido con cierta atención la política americana durante los últimos cuatro años sabe que esto es el desenlace de un proceso de calentamiento de las masas humanas.  

El señor Trump, que desde el principio ha desechado las formalidades parlamentarias, y que no tiene ningún interés por la tradición democrática norteamericana, ha dedicado toda su presidencia a ocuparse de sí mismo y ha estado inundando diariamente las redes sociales con aseveraciones de altísima inexactitud o con mentiras impresionantes, directa y abrumadoramente grotescas. Trump vaticinó hace meses que solo podría perder las elecciones si había un fraude masivo y múltiple contra él, dado que el movimiento popular que le sigue es irrefrenable. Sin embargo, perdió las elecciones; tuvo ocasión de presentar evidencias para probar el anunciado fraude y no lo ha conseguido en ninguno de los casi cien casos que ha presentado en los tribunales. Los estados de la Unión, muchos controlados por el partido republicano, han visto resignadamente que no hay más cera que la que arde y han certificado la derrota del presidente. Sin embargo, durante estas semanas, el mensaje del presidente ha sido persistente y único: no podemos admitir la derrota porque ha habido un fraude electoral.

Esta idea, constitucionalmente gravísima, culmina una trayectoria de toxicidad, un tiempo oscuro que ha dejado entre el público trumpista un sedimento sincero de alarma general, una sensación intangible de complot contra sus derechos, contra la voluntad popular norteamericana, complot puesto en práctica por parte de un conglomerado siniestro, formado por las élites globalistas, el gobierno chino y las grandes corporaciones estadounidenses, que por lo visto tienen la capacidad de ser simultáneamente ultracapitalistas y comunistas. Así, el electorado fiel al presidente está convencido de que le han robado las elecciones y lleva desde hace tiempo con los nervios a flor de piel, y no está de más recordar que muchas de esas personas tienen la costumbre de ir armadas. Lo que ocurrió en Washington D.C. la semana pasada solamente fue una de sus consecuencias (constitucionalmente gravísima), pero podremos ver más.

Está visto que la demagogia es el carburante de la democracia y tenemos que acatar con mansedumbre su presencia, que parece imprescindible para que el motor funcione; pero tengamos en cuenta que la demagogia es un combustible, un fluido altamente inflamable, y por tanto debe de ser manipulada con suma cautela. Y la mentira sistemática, las promesas irrealizables, la exaltación sentimental o las llamadas a la ira siempre desembocan en explosiones de decepción. Las masas recalentadas y engañadas expresan su desazón con gran vigor, y, en algunas ocasiones, con violencia descontrolada y atroz.

La observación de todo esto, que se repite invariablemente, nos entristece.

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