El rocambolesco curso 2020-2021 se detiene ahora para disfrutar de unas vacaciones no menos rocambolescas, y en algunos colegios se aprovecha el momento para sentarse con los padres —en persona o digitalmente— y hablar del niño. En estas reuniones, se dan diferentes maneras de ver al joven estudiante, y a veces se producen equívocos y decepciones.
En general, y según el enfoque, los padres podemos clasificarnos en tres grupos humanos: en primer lugar están los padres que van a la tutoría con ánimo constructivo, con actitud de escucha y con plena consciencia de las virtudes y de los aspectos menos positivos del carácter del niño. En este caso, se entabla un diálogo positivo entre el profesor y los padres, se señalan puntos de mejora y la reunión suele ser muy fructífera. Esta situación es más bien idílica y no sabemos cuántas tutorías de este estilo tienen lugar, aunque sospechamos que más bien pocas. La sincronización perfecta entre padres y profesor es poco frecuente y los que la encuentren pueden sentirse muy afortunados.
En segundo lugar, están aquellos padres que van a la tutoría con la preocupación de ver que su hijo es un sinvergüenza y un vago. Estos padres buscan que el profesor corrobore esa preocupación y se enfadan cuando el profesor asegura que el niño se porta bastante bien en el colegio, ayuda a los demás y atiende en clase sin apenas molestar a nadie. Al oír eso, los padres se preocupan todavía más porque piensan que no solo el niño es un flojo sino que el colegio tiene unos criterios educativos de una laxitud blandurria e intolerable y que, en definitiva, esto no hace sino confirmar lo mal que va el país y el futuro tan negro que tenemos por delante. Este modelo de padres indignados era infrecuente hasta hace poco tiempo pero empieza a proliferar moderadamente y es un síntoma del acaloramiento progresivo que se observa en nuestra sociedad.
Por último, están esos padres que tienen una imagen idealizada de su hijo y piensan que es listísimo, que se porta divinamente y que, en definitiva, el niño es un conjunto de virtudes difícil de superar. Ante esto, a veces el profesor correspondiente manifiesta su desacuerdo y se ve en la obligación de decirles que en el colegio el niño no demuestra ninguna de esas cualidades y que se comporta más bien como una alimaña infecta. Automáticamente los padres se revuelven y entran en una fase en la que hay dos estadios: primero niegan las palabras del profesor y después culpan del eventual mal comportamiento de su hijo a factores externos, fundamentalmente a las malas compañías; en esta fase, se ponen sobre la mesa nombres de determinados amigos del niño que serían los responsables de su actitud. Según esta argumentación, el niño se deja influir por esos amigos macarras pero en realidad tiene buen fondo, y la mayor responsabilidad es la del colegio, que no ha sabido canalizar las virtudes del alumno y que está desaprovechando su enorme potencial.
Este tipo de reuniones, llenas de hostilidad, es más habitual de lo que puede parecer y supone un factor de íntimo desasosiego para los profesores, que secretamente lo llevan muy mal. Curiosamente, el padre energúmeno puede serlo en todos los aspectos de su vida y llevar su energumenismo de manera ruidosa y abierta, como bandera visible, pero a veces resulta que es un energúmeno camuflado, con una apariencia externa perfectamente normal, salvo en lo que se refiere a su hijo y en algún otro asunto, como lo relativo a la ideología política y partisana. Este padre tiene un trabajo normal, tiene amigos con los que ir a cenar y por lo general es una persona cortés y educada; sin embargo, cuando habla de la educación de su hijo, se pone a la defensiva, se queja del entorno y mantiene cerrado el conducto de recepción de las ideas.
Habría que ver cuáles son los motivos que provocan este fenómeno. Algunas personas que lo han estudiado aseguran que estos padres no conocen a su hijo porque no están con él jamás. Los padres se dedican a trabajar y, cuando toca estar con el niño, le enchufan algún dispositivo electrónico o bien se lo llevan a algún sitio —parques infantiles con bolas, cerveceras con columpios, sidrerías con campo de fútbol, etc— donde el niño se encuentra con otros niños y desaparece del campo visual del padre, que puede así cultivar libremente las relaciones sociales con otros padres y tomarse unas cervezas. Normalmente estos padres defienden que los niños están más a gusto con otros niños y que un adulto no pinta nada en esa combinación.
En relación con este grupo humano tenemos dos deseos. En primer lugar, manifestamos el anhelo de pensar que estas personas constituyan una minoría en el conjunto general de padres del país porque creemos que con esta materia prima no vamos a ningún sitio; y en segundo lugar, nos gustaría asegurar que nosotros mismos no formamos parte de esta categoría, pero en realidad no lo tenemos nada claro.
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