La salsa del fútbol

A las puertas del meollo navideño, resulta que buena parte de los gobiernos europeos está imponiendo restricciones que van a convertir la Navidad en unos días sórdidos, desoladores, de encierro casi completo. Alemania, Países Bajos e Italia han decretado cierres que nos devuelven a los peores días de la primavera pasada. Esto es rarísimo porque pensábamos que las medidas restrictivas eran idea exclusiva de nuestros gobiernos respectivos, de nuestros políticos, que eran los peores del mundo, y ahora resulta que en todos los países hay un desbarajuste imponente, independientemente del color del gobierno, el temperamento de los ciudadanos o el clima local. Los grados de propagación de la enfermedad se han tratado de explicar desde los más variados puntos de vista y, al final, todos los razonamientos han fallado, porque todos los países han pasado por todas las fases.

Los gremios se quejan de las autoridades sanitarias y civiles, y optan por levantan la voz contra las medidas de confinamiento; incluso un colectivo tan singular como el de los futbolistas profesionales pone de manifiesto las deficientes condiciones en las que, a su juicio, están disputándose las competiciones. En una entrevista recientemente concedida al diario El Mundo, Iñigo Martínez, defensa central del Athletic Club de Bilbao, ha explicado su tristeza por jugar con los estadios vacíos: “el ambiente que se genera en un campo antes, durante y después de los partidos no es comparable con nada, cualquier jugador te lo dirá. Ver estadios llenos, lo que se genera alrededor en las ciudades… Eso es fundamental para este deporte. Y se está viendo que no es lo mismo. El fútbol sin gente y sin su emoción no es ni la mitad”.

A pesar de ser aficionado al Athletic Club, y admirando la exultante velocidad del señor Martínez cuando sale al corte en la banda de San Mamés, me permito discrepar de sus afirmaciones. Ciertamente, el fútbol sin público choca visualmente y sorprende por lo silencioso, pero, al poco rato de verlo por la tele, cualquier espectador con cierta ecuanimidad espiritual y dotado de una mediana capacidad de evaluar fríamente la realidad podrá comprobar que el juego, la actividad deportiva neta, lo que se hace con la pelota, todo eso ha mejorado en calidad, en velocidad y en ritmo desde que no hay público. Porque resulta que, sin público, el jugador profesional descubre que ya no tiene sentido tratar de exacerbar a las masas —simplemente por no hay masas— y entonces deja de tirarse grotescamente al suelo, renuncia a perder el tiempo fingiendo lesiones y abandona cualquier otra actividad encaminada a agitar los tirantes ánimos de la hinchada, porque, como es sabido, ya no hay hinchada. Cuando había un público furioso y lleno de agresividad, estas estrategias ocupaban una parte mayoritaria del tiempo de los partidos y daban un rendimiento fenomenal, porque permitían jugar con el cronómetro, liar al árbitro o prender la mecha de la acalorada masa que palpitaba en las gradas y que, con su sulfuración y su violencia latente, asustaba al equipo visitante y debilitaba su espíritu.

Ahora, y en vista de que con estas actividades de fingimiento circense no se obtiene ningún resultado porque no van destinadas a nadie, los futbolistas más avispados han optado por reducir considerablemente las muestras de histrionismo que se desparramaban a lo largo de cualquier partido, y uno puede observar que, desde que no hay público, se han minimizado los esfuerzos dedicados al engaño o a la provocación. Que se juegue más a fútbol es una buena noticia, sobre todo para las personas que dicen preocuparse por la educación de los hijos, dado que hasta ahora el público infantil tenía la posibilidad casi ilimitada de presenciar sin filtros todas las trampas navajeras que constituían la salsa del fútbol. Los niños veían partidos de fútbol sin descanso, enganchados e hilados en una cadena sin interrupción. Es curioso que, en relación con nuestros hijos, nos preocupan muchísimos peligros potenciales más bien remotos pero nadie parece dar importancia a las lecciones de mendacidad, cuquería y desvergüenza que el fútbol con público brinda, aquí mismo y a todas horas, a los espectadores más sensibles e inocentes.   

En términos generales, y a pesar del colorido y del ambientazo estético que ofrece siempre una multitud, algunas personas piensan que cualquier masificación humana es una cosa terrorífica y consideran que esos tumultos casi nunca traen consigo algo positivo. En realidad, nos gustaría creer que casi todos nosotros somos medianamente razonables y templados cuando estamos solos o en grupos reducidos, y que, en el contexto de una conversación individual e íntima, podemos entendernos a las mil maravillas con el conciudadano más obtuso y feroz. Pero si de pronto se juntan decenas o cientos de individuos y conforman una masa, un grumo poblacional, hay que saber que allí puede pasar cualquier enormidad. La única razón por la que alguien debería encontrarse inmerso en una aglomeración de personas es el accidente, el error, la candidez de verse envuelto en semejante cosa de sopetón, sin comerlo ni beberlo; por el contrario, algunos no entendemos la emoción que proporciona el hecho de acudir voluntaria y premeditadamente a juntarse con miles de conciudadanos sin que esa convocatoria tenga rango de obligación civil o esté basada en razones de carácter humanitario. La aglomeración solo se justifica si se ha producido un terremoto.

Pero no se alarmen ustedes.  Aunque ahora mismo nos lo impidan, esto volverá a su ser, y enseguida abandonaremos los raquíticos grupos de tres o cuatro personas, en los que era posible escucharse, entenderse e incluso segregar cierto afecto común, y regresaremos a las muchedumbres informes y bien rellenas, donde nadie se conoce o se escucha y en las que un error de cálculo puede provocar una avalancha o una lapidación. Y afortunadamente el fútbol volverá a ser ese deporte educativo en el que la trampa y la demagogia emocional siempre tienen recompensa.

Aquí se puede encontrar la reedición digital de la novela de Pedro Gumuzio ‘La herramienta comercial

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