Se ha armado un pequeño escándalo de esos que duran unas cuantas horas porque circulan por ahí unas fotos de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, tomando algo en un bar con unos amigos. Esto no parece tener nada de escandaloso salvo porque, de la manera en que están sacadas las fotos, podría decirse que la ministra y sus amigos están en régimen de proximidad notoria, y charlan sin mascarilla a pesar de que en la mesa del bar no hay bebida alguna. Las fotos han llegado a nuestros móviles acompañadas de un archivo de audio en el que el autor de las mismas subraya lo irregular de la situación, describiendo con indignación que en ese grupo de gente había varios grupos de seis aunque de facto se trataba de unas veinte personas apiñadas; el fotógrafo furtivo, que no parece ser un simpatizante entusiasta del actual Gobierno, va exaltándose gradualmente según describe esta situación hostelera, y se queja de que el Ejecutivo de Pedro Sánchez se lo pase pipa en encuentros multitudinarios y piratas pero siga sin permitir que los ciudadanos se reúnan esta Navidad del año 2020.
Estas son las cosas que abren las compuertas de la indignación de muchos ciudadanos, especialmente de aquellos que ideológicamente se sienten más alejados del político que ha decretado las medidas de confinamiento. En concreto, en todos los países occidentales los reproches al gobernante por parte del gobernado en relación con la pandemia están siendo exactamente iguales, sean gobiernos de derechas o de izquierdas. En este sentido, nosotros nos negamos a reprochar nada a este gobierno o a cualquier otro, porque entendemos que la situación ha excedido las capacidades incluso de las personas más preparadas y resolutivas.
En relación con el caso de la ministra Díaz, nosotros no somos capaces de hacer un atestado con las fotos de doña Yolanda ni de examinar la situación desde un punto de vista pericial, pero hace unas semanas vivimos una situación similar cuando la señora ministra de Educación huyó de Madrid media hora antes de que entrara en vigor un cierre perimetral de la Comunidad, alegando una cita médica en Bilbao. Por desgracia, se dieron unas explicaciones que no movieron un centímetro la sensación de que en este asunto se había seguido la ley de la conveniencia propia y de la dureza de rostro.
En todo caso, no parece que en el Gobierno haya alguien capaz de darse por aludido ante estas situaciones, ya que se ha conformado una mayoría parlamentaria capaz de aprobar los Presupuestos y tenemos a los ministros más visibles del Ejecutivo recorriendo todos los foros de España con la sonrisa de quien acaba de garantizarse la plaza. Los grupos que apoyan al Gobierno forman un cafarnaún de siglas, y alguna de esas siglas todavía provoca urticaria en determinados votantes socialistas, pero que todo sea en buena hora: parece que la estrategia es el hágase lo que tenga que hacerse para mantener la configuración actual del Ejecutivo.
Personalmente, tengo que decir que no me gustaría que la señora ministra de Trabajo sufriese un escarmiento excesivo, dado que es una persona que me suscita una afinidad auténtica y espontánea, y esto lo digo con toda sinceridad y a título puramente informativo. Hemos observado que este Gobierno está formado por dos grupos de ministros: a) los no han salido todavía en la tele y no conocemos todavía ni sus nombres, o b) los que han salido demasiado en la tele y ya empezamos a conocerlos mejor de lo que nos gustaría; así, los ministros que conocemos dan cierta impresión de suficiencia más o menos chulesca mezclada con un voluntarismo reformista que, en su idealismo, podría chocar contra el temperamento mayoritario de la ciudadanía, que tal vez no esté preparada para algunas cosas excesivamente avant-garde. Este error de cálculo se da a veces en algunos partidos de izquierda, y fue uno de los factores que malograron la experiencia de la Segunda República, pero para ser justos hay que decir que algunos partidos que conforman el Ejecutivo actual se presentaron a las elecciones llevando en su programa una cantidad impresionante de iniciativas rupturistas, y están en su derecho y yo diría que en la obligación de tratar de implantarlas.
Pero creemos que la ministra Yolanda Díaz es un personaje diferente. Miembro de una saga de políticos y sindicalistas de gran tradición en la izquierda gallega, esta señora, cuando habla, muestra una aspiración pedagógica y moderada que no tiene comparación entre los políticos de hoy. Doña Yolanda, con su voz suave y sus maneras exquisitas, tiene siempre el afán entusiasta de hacerse entender aunque hable a veces de cosas abstrusas que probablemente ni siquiera ella entienda, y da la impresión de intentar ponerse en el lugar del otro cuando habla de ese enorme y confuso nubarrón truculento que son los ERTEs. Así, la ministra es una persona que se destaca en el Gobierno porque, al escucharle, uno queda convencido de que esta mujer cree de verdad que sus políticas son las más adecuadas y benéficas para el conjunto de los españoles (y españolas, claro). En consecuencia, he aquí una persona que aparece en público como despojada del intolerable barniz de cinismo y desfachatez que cubre a la gran mayoría de los políticos de todos los partidos, de los que sabemos que son experimentados tahúres de la estrategia parlamentaria y que se mueven divinamente en la mesa de póker de las cloacas políticas.
Por todo lo dicho, yo espero que no se carguen a doña Yolanda, y que la ministra siga explicando los enormes problemas laborales que tenemos en España, y que, aunque no consiga resolver esos problemas nunca, nos los describa con ese tono bienintencionado de quien quiere explicárselo a su abuela. El Gobierno tiene ya demasiados representantes de la chamarilería política y del Lado Oscuro de la Fuerza: mantengan a doña Yolanda, háganme el favor. Yo escucho a esta ministra con agrado y me doy cuenta de que, si alguna vez se moderan las restricciones, no tendría ningún inconveniente en formar parte del grupo de bolivarianos liberticidas que estaban con ella tomando algo en ese bar madrileño.
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