En el puerto de Vigo se ha desplomado un muelle de madera mientras estaba produciéndose alguna celebración veraniega, es decir, justo cuando en ese muelle había una gran cantidad de gente festiva. Hay muchos heridos. Casi inmediatamente, y a otra escala, en Génova se ha derrumbado un puente de la autopista que recorre esa ciudad italiana. El desastre en este caso tiene unas proporciones horripilantes que aún deben evaluarse. Ambas catástrofes presentan dos elementos comunes: el primero es que los dos accidentes están sirviendo para desvelar la cara más putrefacta de la política. En Galicia y en Italia, los responsables de la administración pública han procedido a escurrir el bulto y a culpar a otros; en Vigo, la discusión entre el ayuntamiento, la autoridad portuaria, la oposición municipal y los grupos más oportunistas tiene unos aires de desvergüenza completa y provoca en el espectador una tristeza que da escalofríos; y en Italia, el gobierno, sin esperar a informe pericial alguno, ha dicho que la culpa es de a) o bien la empresa concesionaria, o b) de las medidas restrictivas del gasto público en pro del equilibrio presupuestario (lo que usted seguramente conoce ya como los recortes) y que los responsables del derrumbe son los Hombres de Negro de la UE.
Todo esto constituye un espectáculo desagradable. Dentro del plano puramente demagógico y populista, tenemos la mala suerte de vivir en un lugar en el que las catástrofes sirven para que unos y otros puedan abofetear al adversario electoral, cosa que en otros sitios no ocurre. Nos gustaría recordar ahora cómo Barack Obama ganó sus segundas elecciones literalmente porque le tocó vivir en plena campaña electoral el paso del famoso huracán Sandy, y en aquel momento el presidente, que iba por debajo en las encuestas, mostró su cuajo institucional, su consternación cercana y su mejor imagen de comandante en jefe, mientras que su adversario se dedicaba a quejarse de la imprevisión y la gestión del gobierno. Así, los electores americanos optaron por el gobierno y no se fiaron de la oposición. En España, sin embargo, todas las experiencias que tenemos en estos asuntos catastróficos/electorales acaban con la ciudadanía poniéndose del lado de los elementos más populistas y desestabilizadores, y abandonando al gobierno. Es de suponer que en Italia pasa algo parecido. El público ve su odio canalizado gracias a las técnicas más notorias y estupefacientes. Por tanto, después de estas experiencias, los políticos toman nota, y así las instituciones se olvidan de acompañar a las víctimas o de ofrecer dimisiones y no solamente no piden disculpas sino que además se pasan al apedreamiento del contrario, cosa que, mirada fríamente, es el colmo y la repanocha. Esto se parece a la actitud de algunas personas que llegan sistemáticamente tarde y que además se enfadan con aquellos que estaban esperándole.
El segundo aspecto común de estos dos desplomes consecutivos es el hecho tremendo de que se caigan las estructuras ingenieriles, o, por decirlo de otra forma, que la obra humana se venga abajo, y, por extensión, que las cosas de la naturaleza se rompan o se destruyan. La caída de estas estructuras públicas nos ha llevado a todos a revisar mentalmente el estado de los puentes que cruzamos a diario y a preguntarnos si estos mamotretos urbanísticos sobre los que solemos transitar están o no en buenas condiciones. Es verdad que el muelle de Vigo estaba ostensiblemente en las últimas y que se había alertado sobre su precariedad, y también es verdad que el puente de Génova debía de ser una obra polémica y revisable, pero la caducidad de las cosas del mundo es algo difícilmente soportable para cualquier ser humano que no albergue una fe religiosa acorazada. Las cosas se rompen, se caen, se desintegran, y lo hacen por motivos variados, y a veces sin motivo discernible. Lo que nos rodea es un escenario mutable, endeble, que se destruye. A veces se caen los puentes, y a veces se caen los edificios, y otras veces se estrellan los aviones, y de vez en cuando los coches no frenan. A veces uno va por la acera y, de la manera más tonta, le cae en la cabeza una trozo de balcón. Ante la casuística infinita no existe la previsión completa y, aunque creamos que lo tenemos todo preparado y a punto, algo puede fallar. Incluido el cuerpo humano, que es el mecanismo más asombroso que existe.
Todo esto reconforta poco, ésa es la verdad, y puede inducir al desasosiego y a la parálisis. Pero nosotros pensamos que, muy al contrario, la voluble condición de nuestra vida debe ser el elemento tractor que provoque que hagamos las cosas. Hoy es el día en el que hay que ponerse en marcha. Ahora mismo. Hoy hay que empezar el proyecto que no se concreta nunca. Hoy tenemos que escuchar a nuestros hijos, o hacerles chistes, o andar con ellos en bici. Hoy hay que abrazar a quienes nos rodean. Hoy debemos tomar una cerveza con alguien, urgentemente. Hoy es el día en el que hay que reírse.
Porque mañana igual resulta que se cae el puente y ya está.