En verano, algunas personas pueden dedicar tiempo a leer. Otras se entregan a actividades sociales y organizadas, como irse de camping o de crucero. En el asunto de la lectura, no hay un patrón fijo, y algunos ciudadanos altamente concienciados y recalcitrantes aprovechan las vacaciones para leer obras orientadas a su mejoría profesional, a su perfeccionamiento laboral, si es que eso es posible, dado que estos señores suelen ser ya unos portentos en sus respectivos trabajos. Que Dios les guarde la salud. No es raro que estas personas tan destacadas sirvan de muy poco a la hora de cenar o de tomarse una cerveza con ellos durante las vacaciones, dado que jamás escuchan al interlocutor ni salen de su universo profesional, en el que se desenvuelven como pez en el agua. A estas personas importantísimas, lo que se cuenta en una cena de amigos no les interesa nada. Están deseando volver al trabajo y convocar alguna reunión para poder pontificar sin réplica alguna. El que no ha conocido a nadie así no sabe la suerte que tiene ni es consciente de la que se ha librado.
Hecha esta salvedad, y una vez identificados los superprofesionales más merluzos, diremos que los lectores estivales buscan libros de evasión, de recreo. En este ámbito no hay una norma fija, y algunos se inclinan por la novela histórica de tomo nutrido y contenido delirante; otros optan por la literatura policíaca; y también hay gente que lee novelas románticas que transcurren en escenarios lujosos. Dentro de la literatura de entretenimiento, yo estoy experimentando una tendencia completamente imparable hacia los libros de viajes, o más bien hacia los libros con viaje incorporado. La literatura itinerante suele tener la ventaja de la falta de pretensiones: hay un gran número de libros sobre viajes que están escritos por pura inercia y sin ninguna cuquería comercial o mercantil, lo que muchas veces es un síntoma de que el libro contiene unos mínimos de observación o humor que es lo que, después de muchos años, uno valora de manera espontánea.
En esta línea, para mí es más importante el enfoque que el escenario. En realidad, no me importa por dónde sea el viaje. En la literatura universal los viajes empiezan probablemente en La Odisea de Homero y desde entonces han dado infinidad de obras imponentes, a veces relatando peripecias que le dejan a uno atónito (como las crónicas de primera mano de los conquistadores de los nuevos mundos) y otras veces disimulando el viaje con el disfraz de la novela deslavazada, sin estructura clara (el Tom Jones de Fielding, el Pickwick de Dickens). A partir del siglo XIX hay un tipo de escritor más bien anglosajón que es viajero y que va a por todas sin molestarse en camuflar la literatura de viajes en otra cosa: Herman Mellville, Henry David Thoreau, o Jack London son unos señores que escriben magníficamente sus viajes sin filtro y sin maquillaje.
El género de libros de viajes por España tiene un embrión en el Cantar del Mío Cid y también tiene un tótem intocable y universal, que es el Quijote de Cervantes, libro que por supuesto no es solamente de viajes pero que puede abrirse por cualquier página y es una maravilla absoluta a la hora de dar el ambiente. Hay otros libros por España formidables, más pegados al género, libros de menor vuelo pero de gran profundidad y entretenimiento: La Biblia en España, de George Borrow; el Viaje a la Alcarria, de Cela; o el Viaje en Autobús, de Josep Pla, libros fenomenales, escritos desde la observación humorística y el respeto humano. Son libros que, sin petulancia, dan la impresión de una época y miran de frente al mundo que les rodea.
Una de las cosas de mayor atractivo para el lector es el viaje porque sí, el viaje como idea principal y como concreción de una inercia más o menos natural del hombre hacia el movimiento. Los libros en los que el viajero viaja sin saber muy bien por qué son los que más atraen a una persona tan sedentaria como yo, y, en este sentido, yo leo En La Carretera de Jack Kerouac o En los Mares del Sur, de Robert Louis Stevenson, con una delectación idéntica. Cuando la juventud va abandonándole a uno, y cuando además se está en una situación familiar y social en la que ninguna cosa puede emprenderse sin haberla planificado al milímetro, la marcha por los caminos, a la buena de Dios y a lo que vaya saliendo, es una idea de una fuerza sugestiva impresionante. El viaje que se anhela es el viaje sin concertación ni programa, desde luego: es lo contrario al crucero en un transatlántico. Errar por los mundos, vagar por ahí, pararse cuando uno tenga a bien hacerlo y comer lo que uno pueda son conceptos que, en mi caso, son hoy más sugerentes que nunca. Resulta que, cuando uno era joven y tenía el vigor y la libertad para hacer estas cosas, no las hizo. Por el contrario, hoy, que uno no puede hacer estas cosas, estas cosas tienen de pronto unas dimensiones espectaculares, gigantescas. Es el anhelo de lo inalcanzable, que además se idealiza, porque en esta estilización del viajar no aparecen ni la lluvia, ni el granizo, ni el hambre, ni las ampollas en los pies, ni el desvalijamiento por los caminos, ni las multas por dormir en un cajero.
Hoy ha estado usted cumbre. Dicho sea con el mayor de los respetos y la simpatía que surge ante una perspectiva vital asimilable.
David Fdez.
Muchísimas gracias, señor Fernández. Da gusto leer sus palabras. Un abrazo