Los migrantes

La llegada a Europa de personas procedentes de otros lugares es un fenómeno periódico y ante el cual no se sabe muy bien qué hacer, dado que, por un lado, al foráneo se le identifica corrientemente con asuntos vidriosos y con perturbación en el ambiente, y, por otro lado, la pirámide demográfica de las zonas desarrolladas del mundo es una cosa invertida e insostenible y, en consecuencia, el foráneo debe seguir viniendo a trabajar para que podamos cobrar las pensiones. Ante tal dicotomía, las autoridades tratan de sobrellevar el asunto como pueden y buscan conjugar el humanitarismo perfumado con la demagogia de leves tintes xenófobos, que siempre da rendimiento electoral. Es, como decimos, una cosa que presenta dificultades y que obliga a que los políticos hagan el pino dialéctico. Mientras tanto, la gente sigue viniendo en embarcaciones paupérrimas y con gran riesgo de sus vidas, lo cual demuestra que son personas que vienen de lugares en los que la vida humana no vale un pimiento.

En relación a todo esto, los equilibrios que se hacen desde las tribunas públicas se reflejan muy bien en el lenguaje, que como todos ustedes saben es un termómetro formidable de la situación social. Ya conocíamos y usábamos términos tan esterilizados e inocuos como subsahariano; desde hace algunas semanas hemos visto cómo en los medios se ha producido la sustitución de los términos emigrante e inmigrante por una única expresión polivalente: migrante. La palabra migrante, que de repente parece ser el término único y obligatorio, es una de esas palabras mágicas que resuelven un montón de problemas. Hasta ahora sabíamos que el emigrante era aquél que, saliendo desde aquí, se iba a algún sitio; también sabíamos que los que venían hacia aquí y se quedaban eran los inmigrantes, legales, ilegales o, rozando el rizo, irregulares, una expresión que se las trae y que deberíamos analizar otro día. Ahora todos los que circulan son migrantes y punto. No sabemos de dónde vienen, pero esperamos que estén de paso. Migrante es una expresión mediante la cual insinuamos muy cuidadosamente que, en principio, estaría bien que estas personas que llegan no tuviesen la intención de quedarse con nosotros. Llamándoles migrantes hemos decidido que están de paso y que van a otros lugares como Francia, Alemania o el que sea, lo cual es muy conveniente desde el punto de vista inmediato, que es el nuestro de ahora mismo, de hoy por la tarde. Migrante es un término que coloca a estas personas en una migración literal, en tránsito, tal vez sin rumbo fijo, o más bien con un rumbo que, si todo va bien, no acabará en nuestra casa. Hemos decidido designar este movimiento humano como una traslación natural migratoria, y además hemos quitado el destino a esta migración. La terminología pasa a ser propia de un observador imparcial, como de un ornitólogo de la BBC. Llamando a alguien migrante estamos dando a entender que sólo puede quedarse aquí y pasar a a la categoría de inmigrante si no hay más remedio.

Por lo rápidamente que ha calado el término, se entiende que a todo el mundo le parece muy bien lo de migrante, y pocos casos se recuerdan de una erradicación tan expeditiva como el de las antiguas expresiones emigrante e inmigrante, que ya casi no existen. Los hombres que vienen en patera han dejado de tener punto de partida y destino. Estas personas están migrando. No podemos confirmar ni desmentir su punto de llegada, y desde luego no queremos sugerir que tal vez quieran quedarse en España. De hecho, estamos sugiriendo que no se queden.

Así que la nueva expresión se adopta entre nosotros a la primera y se consolida porque es amplia y porque nos conviene un poco. Con migrante no fallamos en la definición y además no acogemos a nadie en nuestras casas, que es una cosa muy poco simpática. Porque la solidaridad es indiscutible cuando permanece en el plano de la abstracción y de los ideales elevados. Incluso es pasable cuando es ejercida por el Estado. Pero no hay quien la encuentre cuando se busca en el plano particular, con nombres y apellidos. Salvo excepciones completamente fenomenales, solamente ejercemos la solidaridad por métodos virtuales, transferencia bancaria o giro postal; si hay que ceder nuestro tiempo o nuestro espacio, la cosa queda descartada.

Esta prevención más o menos velada choca contra la mayor parte de las cosas que decimos, pero además es incompatible con el problema más grave que tenemos en España, que ya hemos mencionado y que es el de las pensiones públicas. Algún lector de curiosidad amplia e insana sabrá que nuestro sistema de pensiones no es una caja con compartimentos estancos e intocables para cada uno de nosotros, sino que es una piscina en el que el dinero que entra ahora mismo sale de forma inmediata para pagar a los pensionistas de hoy, no a los del mañana. En este sentido, la piscina es más bien un arroyo sin remanso alguno. El agua no se queda quieta en ninguna poza; de hecho, pasa y sale a caño libre. Es un agua, por qué no decirlo, migrante. Esta realidad peliaguda requiere que, para no se caiga el tinglado, los ingresos se mantengan, y para eso hacen falta trabajadores presentes y futuros.

Sin embargo, los españoles no tenemos un número suficiente de hijos como para que el agua siga entrando con el caudal mínimo durante los próximos años. Ante lo tétrico del panorama, la solución es que convirtamos a los nuevos migrantes en inmigrantes clásicos, y no sabemos si hay que convertir a uno de esos que están de paso en patera o si hay que acoger a los de algún otro tipo más refulgente y bruñido, pero alguno debe quedarse a trabajar. No es probable que ningún político quiera plantear la cuestión en estos términos, pero, según los cálculos más realistas, o se acoge a currantes o se suspende el pago de las pensiones.

Necesitamos a algunos migrantes.

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