El calentamiento global es un hecho sin discusión y, por tanto, la cosa está tan recalentada que llevamos cerca de tres meses con viento, nieve y frío horripilante en España. Tenemos un tiempo de perros y estamos congelados. La situación es idílica para mi amigo Íñigo, que vende sal para poner en las carreteras, y también lo es para los dueños de estaciones de esquí, que están a tope. La gente acude en masa a esquiar. Los atascos para llegar a las pistas (o, como dicen los esquiadores, “a pistas”) son larguísimos, sobre todo hasta que llega la sal de mi amigo Íñigo, que está volviéndose multimillonario.
El esquí es hoy una actividad practicada por una parte muy importante de la población española. Existe un consenso amplio sobre las bondades del esquí como actividad deportiva y lúdica en comunión con la naturaleza. Esquiar tiene unos costes respetables y, en función de los ingresos de cada cual, hay personas que van a esquiar todos los fines de semana, y hay otras que acuden ocasionalmente, pero todos coinciden en que esquiar es divertidísimo.
Yo esquiaba con alguna frecuencia hasta que cumplí veinte años y descubrí que esquiar no me gustaba. Alguno pensará que tanto la tardanza en darme cuenta como el hecho de descubrirlo de golpe son dos fenómenos que demuestran poco tino y mucha inmadurez, y posiblemente tengan razón; pero el caso es que yo estaba sentando en uno de esos telesillas, en medio de una ventisca glacial, durante un día de invisibilidad completa, y al principio me di cuenta de que estar allí era una experiencia desagradable, pero casi inmediatamente descubrí que la cosa no iba a mejorar al llegar arriba, sino que más bien empeoraría al bajar esquiando. El hecho físico de la bajada, el fenómeno puro del esquí, era algo que no merecía la pena.
Porque esquiar es bajar una cuesta subido en unas tablas y ayudado por unos bastones. Se me dirá que señalar esto es innecesario pero creo que hay que hacerlo porque la bajada de la cuesta es el esquí. Bajar a determinada velocidad y disfrutar de este descenso. El hecho de la bajada es un acontecimiento con todas las características de las actividades infantiles. El fenómeno es el mismo que descender por una calle en patinete o que tirarse por un tobogán. Es indudable que hay millones de españoles que, a unas edades completamente decrépitas, están desarrollando una actividad infantil a un coste elevado y asumiendo con ello un riesgo para sus cuerpos. No hay una competición, no hay un juego con una normativa deportiva, ni un marcador: solo bajar la cuesta.
Se tiran por las cuestas, sienten el gustirrinín de la velocidad y todo ello les cuesta una pasta gansa. La combinación de factores es inequívoca y no admite discusión posible. Sin embargo, parece ser que los que no esquiamos tenemos que buscar motivos para saber por qué no nos gusta, mientras vemos cómo los esquiadores nos miran con extrañeza, atónitos. Está visto que los que preferimos no esquiar somos personas siniestras, amargadas y tenemos algo tenebroso que ocultar. Sin embargo, los que tienen cuarenta años y siguen disfrutando de las cuestas, los saltos y el descenso veloz no tienen que justificar nada porque esquiar es divertidísimo, y punto.
Yo no tengo nada contra este proceso mediante el cual hay millones de personas que salen en tropel cada fin de semana desafiando las inclemencias atmosféricas para gastarse millonadas en una actividad infantil que puede dejarles parapléjicos. No tengo nada en contra porque es una actividad que forma parte de la buena marcha del comercio y que además nos deja muchos espacios libres en otros lugares durante el fin de semana. Yo entiendo lo maravilloso del contacto con la alta montaña, contacto que por otra parte puede producirse sin la necesidad de tirarse por la cuesta disfrazado de astronauta. Es probable que en un momento determinado lleve a mis hijos a la nieve para que esquíen, pero porque estos niños tienen siete y cinco años y porque también les llevo de vez en cuando a que disfruten de otras actividades infantiles, como el tío vivo o los columpios. Pero no se me ocurre subir al tobogán.
En realidad, los que no queremos esquiar solo pedimos que nos dejen en paz. ¿Que por qué no esquiamos? Pues por el mismo motivo por el que no nos subimos en una cama elástica ni vemos Peppa Pig: porque tenemos más de ocho años de edad.