Ante el jaleo que tenemos encima de la mesa, hay que destacar una cosa que todo el mundo sabe pero que de vez en cuando conviene recordar: la importancia de la practicidad y, en concreto, el peso que el dinero tiene en nuestras vidas. Los sectores más románticos de la sociedad tienden a desdeñar la relevancia del asunto crematístico, y consideran que existen otras cosas más importantes que lo que se conoce como el vil metal. Nosotros podemos reconocer que hay cosas más importantes que el dinero, pero debemos insistir en que el asunto del dinero es el primero que una persona debe resolver. Si alguno no es capaz de encarar esta problemática, no hay por qué pensar en otras cosas, dado que el dinero es aquello que, transformado en bienes y servicios, nos permite comer, lavarnos, vestirnos y dormir bajo techo.
Por tanto, hay que pensar cómo resolvemos la situación crematística. Hay que ver de qué forma podemos conseguir los garbanzos. Naturalmente, esto es importante a una escala extrafina y más bien básica: una vez se tienen cubiertas estas necesidades, el dinero ya no tiene gran importancia, y uno puede entregarse al romanticismo más denso y ahumado. Pero es esencial recordar la primera parte: la parte de la supervivencia.
Se diría que este razonamiento está al alcance incluso de cerebros rudimentarios, pero durante nuestra vida estamos encontrándonos casi a diario con personas altamente cualificadas que aparentemente se apuntan al bombardeo de turno sin tener en cuenta lo que puede perderse en el bombardeo concreto. En este sentido, el pasado siglo XX constituye la época histórica del delirio total y es el siglo en el que mejor se vio que el progreso material es compatible con la preponderancia de la mixtificación demagógica y suicida.
Y nosotros podemos entender que alguien se lance a por todas cuando ese alguien no tiene nada que perder. A ras de suelo, y sin nada en el bolsillo, el instinto de supervivencia actúa indefectiblemente. Pero cuando alguien tiene algo que perder, el instinto que prima debería ser el de conservación. Y el asombro del espectador aparece cuando ve que el instinto de conservación queda sustituido por la demagogia y la fantasía. Durante los últimos cien años hemos podido ver este fenómeno, en el que determinadas personas ofrecen a su público soluciones irrealizables a problemas leves o inexistentes en un procedimiento que, debido a sucesivos errores de cálculo, acaba como el rosario de la aurora, y con la mayor parte de los intervinientes aniquilados y en la quiebra. Los ejemplos de este mecanismo de destrucción humana son tan numerosos que nos negamos a citarlos. Esta dinámica es agotadora y tristísima, además de ser muy peligrosa, evidentemente. O no tan evidentemente, puesto que es una situación a la que se acaba volviendo tarde o temprano.
Sin embargo, tenemos la impresión de que el fenómeno vuelve un poco más tamizado y de que va pesando cada vez más la importancia del dinero y la sensibilidad a lo que cada uno puede perder. El bienestar existe y no conviene soslayarlo. La prosperidad cesante es un elemento de gran peso específico y puede proporcionar el sedimento necesario para que la condensación térmica encuentre alguna válvula por la que despresurizar.
Pero hace falta que alguien lo vea y lo comprenda. El gran crítico cinematográfico Roger Ebert decía que hay un tipo muy concreto de películas malas en el que todos los personajes son idiotas y que, si en la película hubiera un solo personaje inteligente, la trama se resolvería de manera inmediata y la película se acabaría. Pero ningún personaje razona y así la película puede seguir adelante con sus enredos.