La violencia en el fútbol

Estamos viendo todos los días algún episodio de agresividad en los campos de fútbol de cualquier lugar y condición. En Portugal, país de una urbanidad completamente apacible, un árbitro ha recibido un rodillazo en la frente y se ha convertido en el cuadragésimo sexto colegiado que sufre una agresión esta temporada en el país vecino. En España, vemos continuamente imágenes de insultos, peleas entre el público, agresiones en partidos infantiles y demás aberraciones tremendas.

El bochorno que sufre cualquier espectador decente es completo, pero, ¿cuántos espectadores decentes quedan en el fútbol? La mayor parte del público forma un protoplasma informe de movimientos viscosos que carece de raciocinio. Es de suponer que estos señores se comportan en sus casas de otra manera, ya que cerca del campo de fútbol no paran de insultar, gritar y pedir justicia a la manera del circo romano. Ir al fútbol con un niño es una experiencia altamente deprimente, ya que dentro de un campo de fútbol se escuchan cosas que no son concebibles en cualquier otro contexto social. En las gradas o en el campo se profieren amenazas, se insulta a un conciudadano en su misma cara, y se abandona durante hora y media el equilibrio social y jurídico.

Yo he sido muy crítico con los runners absurdos y despendolados que están completamente fuera de sus casillas pero tengo que reconocer que todo es relativo y que, al lado de un hooligan futbolero, el maratoniano es un ser de una beldad angelical y que resulta inocuo para sus semejantes. Muéstrenme un corredor de carreras larguísimas y me estarán mostrando a alguien que no hace daño a nadie (salvo a sí mismo). De todos los especímenes humanos que uno puede encontrarse en el mundo del deporte, el hincha futbolístico es quien presenta características más comunes a todos los homínidos poco desarrollados.

Es difícil saber por qué en el fútbol hoy uno puede funcionar como un mamífero inferior sin que pase nada. Pero sí que podríamos empezar a tomar medidas porque, si no, nuestros hijos seguirán la línea del energumenismo, crecerán como verdaderos animales y alguien resultará herido. La primera medida podría ser prohibir el fútbol en los colegios, como se hace en algunos centros educativos británicos. El fútbol es una fuente de calor de tal calibre que todo queda condicionado por la fiebre y por la oclusión cerebral. Los niños de ocho años imitan ya las conductas antideportivas de los futbolistas y el talante enajenado del público, y uno se deprime cuando ve a un escolar celebrando los goles como Cristiano Ronaldo o fingiendo lesiones con intención de engañar al árbitro. Hemos dicho alguna vez que el fútbol es, de entre los deportes mayoritarios, el que más posibilidades ofrece para los tramposos. Todos los expertos coinciden en señalar la conveniencia de que un jugador de fútbol conozca eso que se llama el juego subterráneo, que consiste en manejar situaciones con el marcador a favor o en entorpecer el juego. Por tanto, los entrenadores de niños empiezan rápidamente a enseñar estás destrezas oscuras, y estamos viendo ya a niños que son catedráticos en el filibusterismo deportivo y en la obstrucción marrullera. Prohibamos el fútbol federado hasta los dieciocho años, que es cuando una persona puede realizar prácticas tan dañinas como el balompié, como beber alcohol o ir a un casino.

Y eso me lleva a una segunda iniciativa que desde aquí planteamos y que puede ser una idea interesantísima como cortafuegos de toda esta agresividad: la idea consiste, simplemente, en jugar a fútbol parando el reloj. El fútbol es uno de los pocos deportes con balón en el que todavía se juega a tiempo corrido y en el que nunca se para el cronómetro cuando hay una falta, una sustitución o un córner. Esta situación ha quedado obsoleta y además es la principal fuente de problemas. Si se parase el tiempo cuando hay una falta o cuando el balón sale fuera, no tendría ningún sentido dedicarse a perder tiempo. Si hay una sustitución y se parase el tiempo, el jugador sustituido que va ganando no tendría motivos para salir del campo andando a una velocidad inusitadamente lenta, y si cada vez que un portero saca desde su portería se parase el tiempo, un portero que quiere aguantar el resultado no tendría ningún argumento para desatarse y atarse los cordones de los zapatos diez veces o para limpiar muy despacio y con gran minuciosidad las hojas de castaño que se han posado sobre el punto de penalti. Las lesiones fingidas dejarían de existir porque no ofrecerían ningún rendimiento práctico para quien las finge. La mayor parte de la crispación que estas conductas tramposas generan en el público se eliminaría de forma automática.

Los partidos durarían lo mismo pero se jugarían a cuarenta minutos de tiempo cronometrado y efectivo. No habría prolongación del partido, que como sabemos es un momento cumbre de la trampa y del cretinismo más crispado. Es verdad que siempre quedará la posibilidad de engañar al árbitro, pero también es verdad que la temperatura en los campos de fútbol bajaría notablemente y que muchos de los jugadores más sucios se quedarían sin su principal área de trabajo, que es la relativa a detener el juego. Se quedarían solos frente a su capacidad para jugar al fútbol, y posiblemente deberían buscarse otro empleo como estibadores portuarios.

Proponemos desde aquí a la FIFA esta renovación futbolística que evitaría muchos disgustos y que no quitaría ningún atractivo al fútbol, salvo para aquellos aficionados que disfrutan enfadándose en un estadio y que encuentran gozo en el insulto y en la agresividad. Estos señores aficionados de cerebro rapado son personas que no van a dejar ningún buen recuerdo y que pueden irse con viento fresco a ver peleas de gallos.

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