Los alimentos para deportistas

El diario El País publica en su versión digital un artículo sobre las verdaderas propiedades de los alimentos para deportistas. Muchos de ustedes sabrán que existe una gama de productos alimentarios y bebibles que se fabrican para que sean consumidos por personas que hacen deporte de una manera mas o menos desorbitada. Estos productos se presentan como agentes que acompañan al organismo del atleta en esos ajustes derivados de la actividad deportiva: cubren los déficits que se generan cuando uno hace deporte.

El artículo de El País entra en el asunto con un nivel de detalle que es digno de aplauso, y trata de concretar (y, en su caso, desmentir) la palabrería ingrávida que suele acompañar a estos alimentos. Porque cualquiera que se haya acercado a este mundo tremendo de la alimentación deportiva sabrá que los fabricantes tratan de abrumar al consumidor con una jerga ininteligible y solemne, gracias a la cual uno acaba viendo que no le queda otra que comprarse el gel o la bebida isotónica de turno si es que no se quiere morir ahí mismo de una hipovitaminosis fulminante o de cualquier otro estado carencial peliagudo. El fabricante utiliza una terminología técnica rematadamente oscura y que a la mayoría del público le suena a chino, aunque consigue que a uno le entre el canguelo. “Más me vale equilibrar mi organismo”, se dice el deportista de turno mientras se dirige a la caja del Decathlon para pagar el tarro de cinco kilos de polvos antioxidantes o el tubo de gel desoxirribonucleico con sabor a frutas del bosque. Nuestro deportista se ha gastado ciento cuarenta euros pero tiene la tranquilidad de haber asegurado su equilibrio corporal.

Pues bien: el artículo de El País consigue descifrar todo este galimatías conceptual y llega a tres conclusiones: 1) que estos productos artificiales no aportan gran cosa, o al menos no aportan más que los suculentos alimentos tradicionales; 2) que, por tanto, la alimentación de un deportista podría basarse exclusivamente en productos de toda la vida bien aderezados y de una frescura irresistible, y 3) que todo el tinglado que rodea a estos artefactos comestibles segrega un rendimiento comercial de primera división, que tiene una base en la inseguridad, el gregarismo ovino y la superstición. Como cuarta conclusión, yo añadiría que estos alimentos sofisticadísimos son una aberración desde el punto de vista gastronómico, pero no puedo añadir eso porque nunca he probado una de estas papillas absurdas o un gel isotónico metido en un tubo, y solo lo haré si algún organismo administrativo de carácter siniestro o dictatorial me obligara a hacerlo y si mi vida o la de mis hijos dependiera de ello.

Algún lector más o menos habitual de este inconsistente blog sabrá que nunca perdemos la oportunidad de poner de relieve la fiebre del deporte intensivo y la propagación del fenómeno de los runners o maratonianos fanáticos, movimiento que se extiende y que está llegando a todos los rincones. Los maratonianos fundamentalistas han descubierto que la respuesta a las grandes preguntas metafísicas de esta vida es correr. Correr permite ponerse unos objetivos, unos retos que hay que superar, y genera autoestima y seguridad. Estas personas se gastan un dineral en ir a una tienda de zapatillas deportivas y exigir que un vendedor también maratoniano les haga un análisis de la planta del pie y les recomiende un zapato acorde con la pronación y la curvatura de los pies; estas personas, estos runners, son los grandes consumidores de productos alimenticios isotónicos y mineralizados de alto coste.

Esta actividad física exagerada (y, por extensión, toda actividad que conlleve la superación de los límites físicos y sociales más o menos razonables) favorece el consumo de productos de sanación garantizada que apuntalan químicamente el desarrollo de la musculatura y que además tienen otros efectos psicológicos de gran calado. El artículo del diario El País insiste en la demolición de la jerga indiscernible que alude a laboratorios sofisticados y que, en muchos casos, no significa nada. Este artículo sostiene la tesis de la alimentación completa y convencional. La búsqueda de la concreción y la claridad es siempre digna de elogio.

Ahora bien: como nadie es perfecto, en este artículo hay una participación muy vaga y leve en el fondo de la filosofía runner, filosofía que, como hemos dicho, se propaga velozmente y se adhiere a las personas con una untuosidad altamente pringosa. El articulista afirma lo siguiente (y cito textualmente): “Las personas inactivas tienen entre un 20 y un 30% más de probabilidades de morir de forma prematura frente a aquellos que realizan al menos 150 minutos a la semana de actividad física moderada”. El artículo también dice que la inactividad física es causa de un 6% de las enfermedades coronarias que se dan en el mundo, del 7% de diabetes tipo 2, del 10% de cánceres de mama y del 10% de los cánceres de colon. Estos datos irrefutables no nos explican a qué se debe la aparición del otro 90% de cánceres de colon que se producen en el mundo, y habría que aclararlo porque igual hay gente que se mete a runner para evitar el cáncer de colon. Y en el artículo no se nos dice qué porcentaje de los problemas coronarios mundiales es generado por dedicarse a correr como un loco: sospecho que es un porcentaje muy alto. Tampoco se nos habla de cuántos runners acaban con las rodillas descuartizadas o cuántos tienen la espalda hecha migas.

Hay que ser un verdadero imbécil para no darse cuenta de que el hecho de estar quieto lleva a la atrofia y al despanzurramiento. Pero hay que tener muy claro que el deporte extremo nos lleva a los límites del engranaje corporal. Y hay que explicar una paradoja que no se quiere explicar: que el deporte exagerado puede proporcionarnos de forma simultánea el dinamismo físico y la atrofia cerebral. Gastamos nuestras articulaciones por el exceso de uso y anulamos nuestro cerebro por falta de uso.

Como escribió Bob Dylan en su última gran canción, Not Dark Yet, “I know it looks like I’m moving, but I’m standing still”.

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