La sociedad imbécil (II): la incomunicación

Sigamos con nuestro cochambroso análisis de la situación creada a raíz de la revolución digital. Un día tendremos que explicar a nuestros hijos que hubo un tiempo en el que circulábamos por ahí sin dispositivos electrónicos portátiles y no pasaba nada. Es más: llegará el día en el que tendremos que explicárnoslo a nosotros mismos porque, en estos momentos, no puede contemplarse la posibilidad de no llevar en el bolsillo un cacharro con conexión a internet. La supervivencia sin internet no existe. La época en la que salíamos a la calle sin dispositivos, a pelo, ya no es ni un recuerdo: no nos cabe en la cabeza. Parece ser que quedábamos con gente a una hora en algún sitio y, si había un retraso, no había manera de poder comunicárselo a quien nos esperaba.  Estas situaciones son ya inconcebibles. Ahora mandamos unos cuantos mensajes antes de llegar, incluso en las ocasiones en las que llegamos con puntualidad. En el año 2017, estar desprovisto del móvil o de la tablet es una situación intolerable que hay que remediar de manera inmediata.

Y no solamente debemos llevar encima un cacharro, sino que tendemos a mirarlo, a consultarlo. El mundo moderno es una maravilla porque hemos conseguido mirar la pantalla del móvil cada diecinueve segundos, y muchos lo hacemos mientras hablamos con alguien en persona, cosa que es altamente grosera. Me detengo un momento para analizar el gesto. Ese gesto, el de consultar la pantalla, parece un acto reflejo que ya forma parte de nuestra gama de movimientos automáticos, pero ese carácter automático no puede ser una justificación, porque mirar el teléfono mientras tenemos a alguien delante es una falta de educación de tomo y lomo. Bajamos la mirada a la pantallita mientras hablamos con alguien en persona. Y lo hago yo, sí, y también lo hace usted, señora. Todos lo hacemos. Y cada vez es más frecuente entrar en una reunión familiar y encontrarse con todos los miembros de una familia enfrascados en sus respectivos teléfonos y chateando sin prestar ninguna atención a nadie. El silencio es total. Es verdad que así se evitan las discusiones, pero entre la incomunicación completa y la discusión a bofetadas existe un arco enorme de términos grises, intermedios y correctos.

Está muy mal que los adultos no prestemos atención a lo que nos rodea, pero eso tiene una consecuencia todavía peor, que es el ejemplo que damos a nuestros hijos. Ya sé que mencionar que todo lo que hacemos es un ejemplo para nuestros hijos suena a tópico relamido y sobradamente periclitado (y ya el uso del término periclitado es caer en la cursilería), pero lo que digo es cierto y además me he ahorrado mencionar cursiladas más chirriantes como que nuestros hijos son “auténticas esponjas” y que todo lo asimilan con una velocidad asombrosa. Nuestros hijos han nacido en un mundo táctil, extrafino y actualizado, y solamente conocen este mundo. La facilidad que tienen para acceder a cualquier lugar cibernético es algo que van a darlo por hecho. La consecuencia de todo ello se ve cuando el móvil se atasca y nuestros hijos pierden muy rápidamente la paciencia. Evidentemente, lo hacen porque han visto que también lo hacemos nosotros. Y la industria tecnológica afina cada vez más y quiere que el esfuerzo sea cada vez menor. Los smartwatches, que son unos relojes enormes y grotescos, de una estética absurda y que parecen pensados para ser vistos desde el espacio sideral, son unos cacharros que funcionan como una extensión del móvil, con lo cual ya no hay que hacer ni el esfuerzo de sacar el teléfono del bolsillo. Esto puede parecer un avance pero es un paso más en la atrofia muscular de los habitantes de la Tierra. Somos cada vez más fofos y esponjosos, y nuestros hijos pueden empezar a rezar para que nunca se caiga la red ni se acabe la batería porque el mundo que les espera es el de la confortabilidad inerte, y cualquier interrupción del sistema puede provocar su muerte por inanición. Nosotros ya éramos unos inútiles completos y nuestros hijos serán unos seres invertebrados, unos moluscos de secano.

Por último debemos señalar que la palabra hablada está en extinción. Nadie habla ya por teléfono. Todo se dice por el WhatsApp o por similares plataformas de mensajería, puesto que a través de estos medios uno está más suelto y dice cosas que no se atrevería a decirle a nadie a la cara. Eso provoca el enrarecimiento del ambiente y la proliferación del malentendido, porque todo el mundo sabe que el manejo de la ironía y del sarcasmo por WhatsApp es dificilísimo y solo está al alcance de unos pocos. La mayoría de las personas necesita ver la cara del interlocutor, o escuchar las inflexiones de su voz, para captar la ironía. Si no vemos una cara o escuchamos el tono de una voz, no cogemos el chiste y deducimos inmediatamente que el mensaje no tiene ninguna gracia y que el emisor de ese mensaje merece una buena tunda. Las broncas que se generan a diario por haber reducido la conversación a caracteres tipográficos son colosales y acaban en enemistades eternas.

Yo no sé si todo esto es bueno o malo pero es un hecho. Seguiremos hablando del asunto.

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