Miro en el Diccionario de la RAE la definición de literatura y aparecen dos acepciones principales (entre otras): “arte de la expresión verbal”, y “conjunto de las producciones literarias de una nación, de una época o de un género”. Si nos ceñimos a la primera acepción, que es la más amplia, tenemos que reconocer que el Premio Nobel de Literatura concedido a Bob Dylan entraría dentro de los parámetros de lo aceptable. El señor Dylan es un autor de canciones, que no son otra cosa que manifestaciones musicales de la expresión verbal. Si no hay letra no hay canción; habrá otra cosa, pero una canción se hace realidad utilizando las herramientas lingüísticas convencionales (salvo, quizá, alguna composición de grupos ininteligibles como Los Planetas, que presuntamente cantan en castellano pero a mí me suena a alguna lengua indoeuropea y extinguida). Por tanto, el premio a Dylan sería un premio poco ortodoxo pero correcto. Además, la Academia Sueca es un organismo que tiene los suficientes niveles de autonomía para otorgar este galardón a quién le dé la gana, y, si de forma colegiada se ha decidido que Dylan se lleva el Nobel de Literatura, bien por ellos. Lo que opinemos los demás puede ser interesante o gracioso, pero es superfluo, porque el premio lo dan ellos, que son además los que pagan la millonada que va adjunta a esa concesión.
Por otro lado, y solamente en lo que se refiere al Nobel de Literatura, esta Academia tiene en su historial un buen número de galardonados más o menos absurdos: escritores como Echegaray, Benavente o Churchill se encuentran en el panteón de ilustres, provocando un grado variable de asombro en el público especializado. En el caso de Dylan, lo novedoso es que se otorga el premio a un no-literato, a una persona cuyo ámbito de funcionamiento no ha sido la letra impresa, a un hombre cuya vía de comunicación con el lector no es la vía ocular sino la auditiva. Esta novedad es sensacional y ha provocado una discusión por tierra, mar y aire, una discusión global y acalorada.
Ante estos incrementos de temperatura, es conveniente darse cuenta de que el Premio Nobel tiene mucho eco y proporciona una alegría económica a quien lo recibe, pero no es más que un premio que dan unos señores suecos. A mi entender, el Premio Nobel puede merecer un análisis, un comentario o un buen número de chistes, pero no una bronca. Dicho esto, se trata de ver si Dylan es un creador de literatura y, en caso afirmativo, si esa creación tiene la altura suficiente como para merecer el Nobel. Ya hemos dicho que en un sentido más o menos amplio Dylan es un productor de textos versificados y estos textos son, para aquellos que entendemos los graznidos que emite Dylan cuando los canta, unos textos de una calidad sobresaliente. La clave está en saber si hay en el mundo algún poeta bengalí, noruego o etíope que sea superior a Dylan, cosa muy probable porque el mundo es muy grande y algunos genios viven en la clandestinidad del mundo analógico. Pero la repercusión de Dylan es indudable, como también lo son las ganas que tiene la Academia Sueca de darle a su premio una mano de pintura, un aire renovador y claramente cool. Los académicos suecos son lo suficientemente viejos como para haber sido aficionados a la música de Dylan, que es un personaje tan decrépito como ellos y con una mística hippy perfectamente definida. Algunos analistas dicen que la Academia Sueca quiere reconocer el arte popular, y concretamente la música de la radio, el rocanrol. Y es difícil encajar en el Nobel de Física o de Matemáticas a un roquero, así que encajan al roquero en el premio de Literatura, y eligen al roquero más literario, por decirlo de alguna manera (hay otros roqueros literarios, como Leonard Cohen, pero este premio no cuadraría con los roqueros menos preocupados por la versificación literaria, como Chuck Berry o Jerry Lee Lewis).
En consecuencia, ahí está el premio a Dylan. Después hemos tenido la polémica creada por el propio Dylan, que no ha aceptado o agradecido expresamente este premio sino que se mantiene en un silencio glacial. Ha trascendido que la Academia está tratando de contactar con Dylan pero Dylan no está localizable, aunque el día en que anunciaron el premio estaba dando un concierto en Las Vegas, situación cómica que es el catalizador perfecto para una catarata torrencial de chistes online y de ocurrencias en Twitter. Esta actitud del músico norteamericano tiene que sorprender muy poco a los dylanianos recalcitrantes, que saben que este señor es una persona incomodísima con episodios de cretinismo supino. Ya hemos hablado en este blog de la actitud tocapelotas de Dylan, que es lo único constante en una carrera variable. Dylan ha maltratado a las discográficas, a sus músicos y al público, y ha huido siempre del acomodamiento: si una fórmula le funcionaba, y le conducía al éxito masivo, Dylan desechaba la fórmula rápidamente y cambiaba de registro. En esto, Dylan contrasta con la mayoría de los artistas, que por cuquería y por sentido de conservación tienden a mantener las fórmulas del éxito en cuanto las encuentran. El gran pintor español Joaquín Sorolla conquistó en vida el triunfo económico, y confesó una vez que, si hubiera descubierto un estilo diferente al suyo, un estilo más interesante artísticamente, lo habría desechado de forma automática y tajante porque el estilo Sorolla era una mina de oro y porque la vida tiene otras cosas además del arte, como, por ejemplo, pagar las facturas.
Siguiendo su línea habitual, Dylan ha recibido el Nobel y se ha comportado como un señor frío, borde y altamente fastidioso. No sabemos si ese premio le parece a él buena o mala idea, si acepta la millonada que el premio lleva consigo o considera que todo esto es una payasada colosal. Los no dylanianos se han indignado ante tanta prepotencia; los dylanianos elogian su coherencia, su perseverancia en el energumenismo. Yo, que soy dylaniano, no elogio nada relativo a Dylan que no sean sus canciones, porque elogiar la persistencia en la acritud y en la bordería me parece excesivo, pero me sorprendo con la sorpresa de los no dylanianos. Si se invita a comer a un maleducado, el maleducado emitirá ruidos corporales, comerá con los dedos y se comportará ante el plato como un troglodita; no puede esperarse de él ninguna urbanidad.