La Gosadera

El veraneo es el periodo en el que salimos de nuestra personalidad consolidada y exterior y nos enfrentamos con nuestros interiores. Durante el resto del año vivimos en un escenario estructurado de tal manera que cumplimos con nuestras obligaciones y lo hacemos con el piloto automático, si es que se entiende lo que queremos decir. Hay personas que se pasan los once meses laborables sin protagonizar un solo periodo de reflexión; van tirando como pueden, en la inercia rotatoria, circular. La metáfora del burro en la noria está bien traída para muchos de nosotros. Trabajamos, hacemos lo que se espera de nosotros, buscamos nuestras pequeñas parcelas de esparcimiento, y a dormir.

Pero llegan las vacaciones y nos vemos inmersos en un mundo paralelo, con horarios flexibles, con aglomeraciones turísticas y, sí, con nuestras familias. En verano, muchos españoles se van al sol y se apelotonan en apartamentos de tamaño más o menos reducido. En esos apartamentos, hay que convivir con los hijos, la suegra, la sobrina adolescente y el cónyuge respectivo. La mayor parte de los ciudadanos sobrellevaba el contacto invernal con sus familias porque está planteado en formato de armario-cómoda, con muchísimos cajoncitos, y por tanto es un contacto episódico y que se ciñe a los momentos diarios específicos en el que se produce; sin embargo, el verano es esa estación en la que hay que compartir retrete con nuestro suegro, que como todos sabemos es un hombre que tiene una especie de colitis crónica y que, en consecuencia, apenas abandona el trono, y cuando lo deja hay que precintar policialmente el cuarto de baño.

El verano es esa época en la que la familia le elige a uno como avanzadilla para que llegue a la playa a las ocho de la mañana con la misión de coger sitio para todos en la arena. Uno llega, coloca el tenderete y espera a que el calor se vuelva insoportable para volver al apartamento (en la mayor parte de lugares de veraneo, el calor entre las once de la mañana y las siete de la tarde es físicamente intolerable). El verano es también ese periodo en el que hay que cenar fuera todos los días, y los catorce que estamos en el apartamento nos acicalamos (en el mismo cuarto de baño precintado por las autoridades sanitarias) y salimos a buscar un sitio en el que nos den ese plato combinado con lomo, huevos, bacon, lomo, patatas fritas, lomo, lomo, salchichas y lomo (parafraseando a Monty Python). No es fácil que a las 23 h haya una mesa para catorce, y el camino por las terracillas de los restaurantes se vuelve un calvario de reproches multidireccionales y una fuente de broncas que duran días enteros. Durante el verano, además, tendemos a comer con sobreponderación de lípidos refritos. Enseguida olemos raro. Parece que nuestro olor se debe a la exposición continuada de nuestra ropa a freidurías, pero en realidad emana ya de nuestro interior. La sobredosis de chopitos, churros y gofres conduce a una saturación de los poros. Nuestra epidermis huele a bienmesabe y a mojama.

Por si esto fuera poco, existen los atascos morrocotudos para ir y para volver, y los problemas de aparcamiento una vez estamos allí, y los ruidos nocturnos. Es difícil dormir con los ecos de La Gosadera que nos llegan de la calle, y más aún si nuestra sobrina aparece con estruendo a las cinco de la mañana después de horas moviendo el cucu y administrándose sustancias para alterar su percepción (cosa que, oyendo una y otra vez La Gosadera, tiene sentido. Si yo tuviera que oír La Gosadera a todo volumen durante cinco horas optaría por las drogas de evasión total, como el LSD o la heroína).

Esta experiencia veraniega es la que protagoniza un número ampliamente mayoritario de los españoles. Al margen de esa mayoría hay un grupo de personas minoritarias que decide no irse de vacaciones (bien por dificultades económicas o bien por gusto) y otro grupo aún más pequeño de ciudadanos provistos de los suficientes ingresos de divisas como para ir a lugares de sol que no tienen aglomeraciones, frituras ni gosaderas. Esos lugares escasean pero existen, y acceder a ellos es un asunto puramente dinerario. Ambos grupos (los no veraneantes y los veraneantes de lujo) forman un único equipo de personas que tienen la suerte de ahorrarse todas las cosas que aquí estamos glosando.

Los demás vamos en masa al sol. Que Dios nos ampare. Es verdad que, si uno tiene suerte, encuentra momentos del veraneo francamente positivos, como las siestas con la persiana bajada o como esa cerveza fresquita a la sombra en un bar aislado y silencioso. Estos momentos nos permiten creer que nuestras vacaciones han sido un éxito, pero si uno piensa un poco se da cuenta de que tanto la siesta como la cerveza son dos actividades que podrían haberse llevado a cabo en nuestros municipios habituales. Hemos hecho el primo. Si ese pensamiento nos ataca, recordemos que para buena parte de nuestras familias (el abuelo descompuesto, la sobrina desenvuelta, los niños hiperactivos, etc) las vacaciones han sido un éxito absoluto. Hemos colaborado en pro de la felicidad de varias personas. Brindemos por ello con la cervecita.

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