Alguno de ustedes tiene que ser usuario del nuevo videojuego Pokemon Go, que durante la última semana se ha convertido en el no va más de las aplicaciones informáticas para teléfonos móviles. Este juego se descarga gratuitamente y consiste en ir mirando a través de la cámara del móvil todo lo que nos rodea y encontrar pokemons, o pokémones, si es que se ha definido el plural de este palabro (parece que Pokemon es una abreviatura de «pocket monsters», o monstruos de bolsillo). Uno va por la calle con la vista puesta en el teléfono y se encuentra con una serie de bichos interestelares que el servidor del juego va distribuyendo por el mundo. El fundamento del juego radica en capturar los bichos, y es una cosa de mucho interés para todos los públicos. La gente anda por ahí como en trance, buscando mascotillas mutantes.
Este juego tan entretenido lleva una semana en el mercado y aún no hay datos fiables del número de usuarios que tiene, pero sabemos que ha provocado el colapso de los servidores y que ha favorecido una subida de un 95% del valor de la empresa que lo ha puesto en marcha, Nintendo (lo que significa un incremento de su capitalización cifrado en unos 16.000 millones de dólares). Por tanto, y a simple vista, esta aplicación es un éxito fenomenal. Como el juego es gratuito, uno se pregunta los motivos de este alborozo bursátil, y por lo visto la respuesta está en que todo el mundo da por hecho que los usuarios, víctimas de una adicción completa, van a comprar la versión Premium (que sí es de pago) o van a adquirir un cacharro de pulsera que sirve para jugar más cómodamente (cacharro que hay que pagar).
Yo soy un mal analista de este videojuego porque a) no me gustan los videojuegos y b) soy completamente ajeno al universo Pokemon, que según parece es un mundo de una riqueza conceptual y estilística de proporciones inigualables. Podríamos decir que a mí los Pokemon me pillan mayorcito, pero está visto que eso no es exacto porque hay millones de seres humanos de mi edad o incluso más viejos que están atrapados en la dinámica de los monstruitos japoneses. Estos bichos tienen un aspecto horripilante pero una idiosincrasia de gran colorido, y nos dicen que hay pokemons (o pokémones) de todas las categorías, divisas y ganaderías, cada una con sus rasgos evolutivos y sus especificidades y matices. Aunque algunos de ustedes no se lo crean, hay gente que es capaz de hablar de estas cosas sin asomo de ironía y como si se tratara del asunto más grave que imaginarse pueda.
Entendemos que el software de este Pokemon Go debe de ser complicadísimo porque el programa utiliza la tecnología localizadora del GPS para ubicar a sus muñecos, o igual todo ello es una cosa muy sencilla, pero desde un punto de vista de sofisticación infográfica el juego parece de un esquematismo muy elemental. Los muñecos no se mueven y son unos pegotes sobreimpresionados en la pantalla. Estéticamente el juego es muy parecido a una estafa completa. El ahorro de costes del fabricante parece garantizado. En este sentido, bien por Nintendo, que consigue pegarnos el palo y colar su producto a un coste reducido. Todo esto lo dice alguien que no tiene la menor idea de cómo funcionan estas cosas y que solamente ve dibujos inertes en la pantalla del móvil, así que ustedes perdonen.
Alguno dirá con razón que este asunto del Pokemon Go es otro ejemplo de la infantilización galopante de la sociedad capitalista, en la que el entretenimiento para adultos se basa en volverles niños. Pero hasta la película de Disney más ñoña propone a los adultos unos mínimos de trabajo intelectual (no digamos ya las maravillas de Pixar), cosa que, por lo que veo, no aparece por ningún sitio en este videojuego. Pokemon Go constituye una actividad absorbente sin apenas exigencia neuronal. Los jugadores se desplazan por las aceras de nuestras calles como zombies, sin rumbo fijo, con ojos de animal disecado, y constituyen un ejemplo de aislamiento social y un peligro absoluto para la circulación de peatones y vehículos.
Por otra parte, se da por hecho que el usuario se va a enganchar de tal modo que no sólo va a comprar la versión Premium (en la que quizá uno pueda asar en un horno de leña el Pokemon que acaba de cazar y comérselo acompañado de una botella de Ribera de Duero) sino que además se da por hecho que el usuario comprará la pulserita que le permitirá jugar de una manera más cómoda, lo que puede traducirse en ahorrarnos el insoportable esfuerzo de sacar el móvil del bolsillo. Un altísimo porcentaje de las innovaciones tecnológicas que van surgiendo para el usuario cibernético están dirigidas a que no haya nada que cueste algún esfuerzo, así que podemos vaticinar que nuestros hijos estarán rodeados por un mundo táctil, de una eficiencia digital definitiva, pero podemos sospechar también que estos muchachos serán unos incapaces de tomo y lomo. Mis hijos van a tener atrofiados muchos más apéndices y extremidades de su cuerpo que yo mismo, cosa que, háganme caso, es muy difícil de creer, dadas mis deficientes habilidades manuales, pero me temo que así será. Yo soy un inútil comparado con mi padre y seré MacGyver comparado con mis hijos. El día que se caiga Internet, estos jóvenes no podrán salir de su cuarto y tendrán que alimentarse con sus propias heces.
Espero que el estimado lector capture muchos pokemons (o pokémones).