El caso del niño que se cayó hace unos días al recinto de los gorilas en un zoo norteamericano está levantando una polémica espectacular. Uno de los gorilas se acercó al chaval y lo zarandeó, aunque en las imágenes que circulan se ve que el gorila no parece dirigirse al niño con ánimo violento o destructivo, sino más bien amistoso, o al menos todo lo amistoso que puede ser el ánimo de un simio gigante que vive en una jaula. La cosa es que el personal del zoo abatió a tiros al animal y eso ha provocado una polvareda ecologista de muchos decibelios. Como dicen los cursis, la polémica está servida. Desde el respeto máximo, este gorila y su luctuoso fallecimiento a bocajarro me importan más o menos poco, y que Dios y el ICONA me perdonen por ello. Aprovecho la ocasión para enviar un caluroso saludo a los amantes de los grandes simios de la selva. Sin embargo, al ver las imágenes del niño con el gorila he sido víctima de una sensación espantosa, una mezcla intolerable de miedo y de angustia.
Las preocupaciones que uno tiene van sustituyéndose y cambiando a lo largo de la vida. Cuando uno es joven, la salud y el dinero nos importan más bien poco. Las preocupaciones en la edad juvenil giran casi exclusivamente alrededor de la actividad termodinámica de determinadas zonas del cuerpo. Posteriormente uno empieza a sufrir dolores de cabeza por cosas que antes le importaban un pimiento, y cuando se llega a los cuarenta años nuestra escala de preocupaciones ha sufrido cambios que, al verlos de repente, todos juntos, son un compendio súbito y panorámico de la edad madura. La contemplación de estas preocupaciones nuevas es altamente deprimente. Por ejemplo: los niños. Los niños pequeños. Todos sabemos que los hijos menores de diez años centran las vidas de sus padres, y en algunos casos hay un verdadero catálogo de sensaciones nuevas que uno experimenta cuando es padre. En mi caso, las imágenes del niño caído al foso de los gorilas me han provocado un desasosiego horripilante. Ese niño era de repente un hijo mío, y me imaginaba a cualquiera de mis hijos en ese riguroso trance. Creo que mis hijos no son capaces de escalar la valla doble por la que trepó el niño norteamericano (menudo pájaro el niño, por otra parte), y esa mezcla de vagancia supina y de falta de coordinación psicomotriz de mis hijos les habría salvado. Pero yo veía al niño con el gorila y me quedaba sin respiración, a pesar de lo remoto e inviable de la situación.
Hace poco tuve otro episodio de angustia muy similar: estaba yo viendo la televisión y en un canal me encontré con la película italiana La Vida es Bella (1997), de Roberto Benigni, una película que casi todos los lectores conocerán, con lo que voy a ahorrarme su descripción. Yo había visto esa película en su estreno, hace casi veinte años, y me había gustado mucho. Pues bien: empecé a verla de nuevo en la tele y no tardé ni diez segundos en ponerme a llorar de forma torrencial, irrefrenable. Lloraba a caño libre, sin control. La idea de un padre explicando a su hijo que el campo de concentración en el que están es el escenario de un juego con puntuaciones y equipos es una idea que hace veinte años me pareció brillante y emotiva, pero hoy esa misma idea me provoca un nudo en la garganta, como se dice de forma muy tópica aunque gráfica. Y ojo porque uno sabe que eso es una película, y que todo es simulado, y que el señor Benigni es un cineasta; y uno también sabe que la posibilidad de verse en una situación como la del campo de concentración es, afortunadamente y de momento, una posibilidad lejana. Ahora bien: por muy remota que sea esta posibilidad, y por mucho que estemos ante una ficción evidente, la cosa es que la sola idea de que haya un niño en un campo de concentración es, para un padre más o menos blandurrio como parece que soy yo, una posibilidad que mi sistema nervioso no puede soportar. Y si además vemos al padre levantando el ánimo del niño con sonrisas y con trucos chaplinescos de prestidigitación, las lágrimas de un servidor salen a lo loco, sin medida.
Y con el gorila me ha pasado algo similar. Menos aparatoso, afortunadamente, pero horrible.
Tengo 41 años. A este ritmo de reblandecimiento sensible, no quiero pensar en cómo puedo estar si vivo un par de décadas más. La contemplación de una paloma mugrienta en el parque, o de un atardecer naranja frente al mar, podría llegar a provocarme subidas imponentes de los niveles de azúcar. Puedo empezar a ir llorando por ahí sin motivo aparente. Mi vida va a parecer una letra de una canción de José Luis Perales. Van a pensar que estoy chalado y van a querer ingresarme en una institución mental por miedo a que cause daños a alguien con el coche.
Cuando las lágrimas no me permitan dar explicaciones, espero que este escrito sirva como testimonio de mi inquietud.