Hace unos días tuve la suerte de poder acudir a una degustación de casquería en el centro de Madrid. La casquería es el área de la ciencia culinaria que engloba a la preparación de entrañas, vísceras o despojos de un animal. La casquería es una categoría gastronómica que a una persona del norte de España (como yo) le produce un encogimiento de hombros. Las personas de paisaje templado y húmedo nos hemos visto en la tesitura de tener acceso a comida propia de nuestra tierra, que es la tierra de la hierba, de la lluvia intermitente y de la proximidad al mar. La gastronomía tradicional cantábrica está formada por productos tan suntuosos como la mantequilla, la carne de vacuno, el pescado de todos los colores (junto al resto de fauna submarina), la verdura y la legumbre prieta y magnífica. No sabemos si esta dieta es muy sana pero es una maravilla de sabor y de textura. En otros lugares de España, y por culpa de la climatología y del paisaje, la gastronomía estrictamente autóctona es una gastronomía circunspecta, dura y llena de atajos técnicos como la fritura o el uso indiscriminado del ajo. Hay que respetar todas las corrientes alimenticias que han sido tradición en España, pero a estas alturas el respeto puede ser un respecto silencioso y a una prudente distancia. La frigorificación industrial, el regadío y la eliminación artificial de las estaciones del año ha provocado que haya una gastronomía suculenta en cualquier rincón del país y que no haya ninguna necesidad de visitar el escenario gastronómico de otras épocas.
Sin embargo, algunas personas siguen comiendo cosas indescriptibles. Y una de esas personas es Mario Torbado, un señor madrileño que es perfectamente razonable en casi todos los órdenes de la vida pero que tiene una afición innegable a la casquería. Mario hace apostolado de su religión casquera, y como yo soy una persona de voluntad floja y que huye del conflicto, decidí acudir con él a un restaurante de la capital para experimentar directamente las sensaciones que transmite este mundo del que uno no conoce prácticamente nada. Mario y yo entramos en un restaurante-freiduría de la calle Embajadores y fuimos conducidos a uno de sus comedores. Es importante señalar que el local estaba hasta arriba: grupos grandes de personas corrientes, familias enteras y parejas de enamorados se encontraban allí mostrando una satisfacción digestiva en grado sumo y envueltos en un olor que en aquel momento no habríamos podido definir con precisión. Nos sentamos a la mesa y Mario me recomendó que tomáramos un menú compuesto por zarajos, gallinejas y entresijos, por este orden.
Los zarajos son unos intestinos de cordero enrollados alrededor de un palo y fritos en abundante aceite. Estos zarajos presentan una textura ovina normal y un sabor a cordero más o menos reconocible, aunque hay que decir que es un cordero que corderea a base de bien y que tiene una presencia arrasadora. Sin embargo, los zarajos son un plato perfectamente comestible, y su mayor inconveniente es la grasa, que es preponderante, excesiva y que se manifiesta con una potencia de mucho cuidado. Me dicen que en Cuenca hacen los zarajos al horno y es muy probable que asados en seco resulten mucho más aéreos y distinguidos, pero de momento sólo he probado los zarajos fritos y la grasa tremenda que traen consigo.
Posteriormente probamos las gallinejas y los entresijos. Parece ser que gallineja y entresijo son partes de una misma cosa, que es la tripa del cordero, así que los trataremos en el mismo plano de análisis. El aspecto de la gallineja no es tan elegante como el del zarajo, si es que podemos establecer esta comparación. La gallineja parece lo que es: una tripa retorcida y frita del cordero. Lo primero que uno nota cuando le traen las gallinejas recién fritas es el olor que desprenden. Ese olor, que hemos percibido al entrar en el comedor, es un olor de difícil descripción, aunque sí se puede confirmar que no es agradable. Cuando uno ha observado durante un rato y con cierta prevención el plato de gallinejas y entresijos, uno tiene que ser valiente, ponerse en marcha y probarlos. La gallineja en la boca es extremadamente grasienta, muchísimo más grasienta que el zarajo, justo cuando uno creía que eso no era posible. Se mastica la gallineja y la grasa explota en nuestra boca, provocando una sensación inicial espeluznante. Después uno se da cuenta de que la gallineja es además un producto de gran resistencia a las piezas dentales. La masticación de la gallineja o del entresijo es un trabajo que se prolonga muchísimo más de lo deseable. Durante el largo rato en el que estamos masticando la gallineja y tratando de que se convierta en una sustancia que pueda pasar por la tráquea, uno es atacado por un sabor nuevo y específico, que aparece de repente, y que está relacionado con ese olor que nos persigue desde que entramos en el restaurante. Y, de pronto, uno se da cuenta de que ese sabor y ese olor, sumamente desagradables, son el sabor y el olor de las excrecencias del reino animal. Es el olor de la urea, del pis. Es el sabor a cuadra y a jaula del zoo, a jaula de los monos. Podríamos pensar que estos entresijos saben a estas cosas porque son intestinos de un criatura rumiante, de un borrego, que también tiene derecho a hacer sus necesidades, y que esta evacuación excretora del animal se realiza a través del entresijo. Pero es conveniente no meterse en estas disquisiciones cuando uno sigue masticando su gallineja y cuando todavía no ha conseguido tragársela.
Mientras estábamos masticando, vi que Mario acompañaba cada bocado de un trozo de pan. Evidentemente esta técnica del pan es una estrategia de casquero veterano y zorro, porque el pan es un elemento que enjuaga la grasa y diluye el sabor a zoológico de las gallinejas. La casquería combinada con pan abundante es una cosa más o menos razonable, y he ahí el éxito de los bocadillos de gallinejas en las verbenas madrileñas. Cuando terminamos nuestros entresijos, Mario quería probar alguna otra sustancia demencial y pidió al camarero una recomendación. El camarero, que era un hombre prudente, nos trajo una ración de pitos, que contra todo pronóstico no eran miembros viriles de cordero sino trozos de la pierna del animal, y por lo tanto no pertenecían estrictamente al reino de la casquería. Eso, que desde un punto de vista gastronómico es una ventaja, nos entristeció un poco porque nos fastidiaba el guión casquero y la parte punkie de nuestro almuerzo. Los pitos eran un plato muy agradable y sin ninguna de las características aromáticas demenciales que hemos descrito anteriormente. En aquel momento, un tercer comensal amigo nuestro se incorporó a la degustación pero pudimos avisarle de los peligros que le acechaban, así que tuvo una experiencia mucho menos traumática de lo que esperaba.
Mario Torbado es un aficionado a estas sustancias pero no es un fanático intolerante, así que es capaz de reírse con todos los comentarios procaces que este tipo de comida provoca en un espíritu observador y sin prejuicios. Mario admite que el sabor último y siniestro de estos platos existe, y reconoce el aroma a cuadra de hipódromo que se desprende de ellos: aun así, sigue siendo un hincha de la casquería. Que Dios le guarde la salud y la coherencia.
Dicho todo esto, y como hecho positivo, hemos de reconocer que la casquería, con su alto porcentaje de grasaza frita, es un protector estomacal impresionante. Después de comer entresijos, uno puede tomarse todos los gintonics que haga falta y el estómago permanece inalterado y en su puesto, así que estamos ante el punto de partida de una vida de depravación y de deterioro coronario.
Buenísimo Pedro! Grande!
Se lo leí en voz alta a mi compañero de casa, que como buen madrileño de pro, es un defensor acérrimo y gran simpatizante del vasto mundo de la casqueria. Estuvimos llorando de la risa bastante rato. Muchas gracias primo, un abrazo!
Gracias a ti, Jaimote. Dile a tu amigo que es más guarro que un saco de pelos. Os mando a los dos un abrazo fuerte