La ignorancia

Según un estudio publicado recientemente en la revista Nature Climate Change, durante los últimos 33 años la biomasa terrestre ha aumentado en el 40% de la superficie de la Tierra, y en este periodo se ha producido un incremento neto de 36 millones de kilómetros cuadrados de superficie verde, que es el equivalente a tres veces la extensión de Europa o dos veces la de Estados Unidos. Según informa el diario El País, los científicos atribuyen este crecimiento a las altas concentraciones de CO2, provocadas por el aumento en el consumo de combustibles fósiles. “Al haber más dióxido de carbono, las plantas han podido generar más hojas capturando el dióxido de la atmósfera durante la fotosíntesis. Gracias a ello, el incremento de la concentración de este gas de efecto invernadero se ha visto frenado”, explica el científico del CREAF Josep Pañuelas.

Mucho ojo con este tema porque es interesantísimo. En primer lugar debemos reconocer que en el asunto medioambiental somos muchísimos los que tocamos de oído y no tenemos la menor idea de lo que pasa en la atmósfera; esta ignorancia incontrovertible no suele impedir que hablemos con total rotundidad de estos asuntos, y que incluso nos acaloremos en discusiones ruidosas sobre el cambio climático, el agujero de la capa de ozono o la conveniencia o inconveniencia del uso de la energía nuclear. En lo dialéctico, el deterioro del medio ambiente es un asunto muy agradecido en el que cualquiera puede sostener la idea más desafortunada, debido a que normalmente nuestro interlocutor es tan ignorante como nosotros. Cuando uno ha superado la fase de hablar sin tener la más remota idea y por culpa de la vergüenza torera ha decidido acceder a pequeñas porciones de información medianamente fiable, empezamos a darnos cuenta de que incluso ese ente tan difuso que conocemos como comunidad científica alberga todo tipo de outsiders, mavericks, negacionistas y agnósticos profesionales del calentamiento global. Es decir, que aunque uno no entiende muy bien lo que lee, puede sacar unas conclusiones, conclusiones más bien descorazonadoras porque se ve que el nivel de politización, bandolerismo y cuquería que hay en este ámbito de las ciencias medioambientales es tan elevado como el de cualquier otro escenario de nuestras vidas.

En consecuencia, uno está muy desanimado porque a) el mundo sufre un deterioro físico aparentemente imparable; b) uno sigue sin entender casi nada de lo que pasa en la atmósfera terrestre; c) uno ve que muchos de los primeros espadas del ramo medioambiental son personas altamente avispadas y reptantes, y c) incluso los científicos que actúan de buena fe manejan estimaciones muy traídas por los pelos. Y a esta altura de nuestras vidas, cuando estábamos desconcertados en relación con todo esto, resulta que aparece un estudio que, aun reconociendo la existencia rotunda de ese desastre conocido como cambio climático, afirma que hay una consecuencia positiva de ese mismo fenómeno: el aumento de la vegetación terrestre. Y ese aumento provoca un incremento subsiguiente de los niveles de oxígeno en la atmósfera y una contención equivalente de los niveles de CO2. Las plantas nuevas consumen CO2 y emiten oxígeno, así que el exceso de CO2 que emitimos los seres humanos provoca la solución al problema. Algo así como aquel tío que tenían los Hermanos Marx, que inventó los macarrones rellenos de bicarbonato, que causaban y curaban la indigestión de forma simultánea.

Así que hoy podemos decir que, gracias a nuestras emisiones nocivas, hay un aumento descomunal de la verdura que nos rodea, verdura que con sus emisiones de oxígeno corrige nuestros propios desmanes. Es decir, que una vez más se pone de manifiesto la cualidad más insondable de la naturaleza, que es su propio funcionamiento cotidiano y regular. Ese funcionamiento se nos escapa pese a que todos los días tenemos ocasión de presenciar sus signos visibles, empezando por cosas nimias que damos por sentadas y casi superadas, como el latido de nuestro corazón o el funcionamiento de nuestro aparato excretor. A veces podemos tirarnos muchos meses e incluso años enteros sin darnos cuenta de que el funcionamiento natural de la vida es completamente espectacular, y yo creo que de vez en cuando hay que tenerlo presente porque la contemplación de tanta complejidad aparentemente sencilla es una cura de humildad. Cuando uno llega a ciertos niveles de petulancia idiota tiene que darse cuenta de que, comparado con un árbol o con un páncreas (que son dos máquinas fabulosas e inabarcables), uno no es nadie.

Y otra consecuencia de este descubrimiento es mucho más deprimente: seguimos sin poder tener una idea relativamente aproximada del estado medioambiental de nuestro planeta. Estábamos casi todos de acuerdo en que la emisión excesiva de CO2 a la atmósfera era una práctica nociva; ahora vemos que la propia naturaleza tiende a corregir nuestros desmanes. Por tanto, podemos decir que esta noticia subraya nuestros niveles de ignorancia, que ya eran altísimos, y además pone en cuestión las tremendas cantidades de dinero que están destinándose a tratar de concretar una idea más o menos aproximada sobre lo que está pasando.

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