De nuestra época se pueden decir muchas cosas, y muchas de ellas no muy buenas, pero no hay duda de que nos encontramos en uno de los momentos cumbres de la Historia en cuanto a la salubridad e higiene. No creemos que haya existido nunca un periodo tan higiénico como el de los últimos treinta o cuarenta años. En Occidente (y entiéndase Occidente en un sentido amplísimo), los controles sanitarios son profusos y el tratamiento esterilizador de los alimentos es recurrente. En el ámbito de la higiene personal, se ha generalizado el uso de dos inventos importantísimos: el aire acondicionado, por un lado, y el desodorante, por otro, elementos con los que poder combatir directa o indirectamente una realidad escalofriante de eclosiones sudoríparas. El aire acondicionado se ha generalizado desde los años sesenta del pasado siglo y ha convertido a determinadas zonas geográficas de clima insoportable en lugares habitables, a cambio de provocar algunos catarros; entendemos que el catarro moqueador de agosto es el precio que hay que pagar para conseguir superar la sofocación y el ahogo. Su propósito original no era la neutralización de los olores pero actúa de facto como formidable agente preventivo.
El desodorante, por su parte, es una solución de uso tópico que, aplicada bajo las juntas de las alas humanas, mitiga o reduce determinadas emanaciones de consecuencias pituitarias. Hoy en día, la utilización del desodorante es algo que forma parte del acervo consuetudinario de gran parte de los ciudadanos que viven en lo que se conoce como Primer Mundo. La importancia del desodorante depende directamente de la combatividad de las emanaciones del cuerpo de cada cual: hay algunas personas que necesitan utilizarlo con una frecuencia muy alta, mientras que otras personas son de naturaleza muy poco sebácea y se mantienen en unos niveles de sequedad sobaquil muy presentables. Lamentablemente, el arbitraje en este asunto no está muy claro, y, tal y como hemos señalado ya en este blog, lo que a unos les parece un olor insoportable puede ser perfectamente inocuo para otros individuos. El umbral de la tolerancia en este sentido está poco definido y va en función del carácter, la educación o las costumbres de cada cual.
No obstante, estamos observando que en esto de la higiene hay una segmentación por sexos, segmentación cada vez más clara. Hablando en términos generales, las mujeres son más limpias que los hombres. Esta generalización parece gratuita pero es real y tenemos pruebas cada vez más frecuentes que nos lo acreditan. En el mundo de la desodorancia cosmética, por ejemplo, vamos encontrando evidencias de ello, evidencias plasmadas en los mensajes publicitarios. Los desodorantes femeninos son unos productos de uso innegociable cuya publicidad se lleva al campo de la estética: por ejemplo, en las mujeres hay una preocupación por solucionar el problema del lamparón o cedé axilar que a veces deja en la ropa el desodorante recién aplicado, lamparón que podría confundirse con un encharcamiento transpiratorio. Los fabricantes de desodorante femenino dan por hecho que las mujeres utilizan este producto, y por ello se publicitan mostrando ventajas competitivas de carácter estético.
El mundo de los desodorantes masculinos es diferente. Los fabricantes de desodorante masculino saben que el uso de este producto no es imprescindible para gran parte de los hombres. En principio, y por lo que parece, los hombres podemos estar sin desodorante porque nos da igual cómo olemos y porque, en definitiva, somos unos cerdos de padre y muy señor mío. Hay una cantidad indeterminada de hombres que solamente se pone desodorante para lograr algún fin específico. La publicidad ha detectado este fenómeno y lo ha convertido en mensaje: recuerden ustedes los famosos anuncios de desodorante Axe, que describían a este producto como responsable directo de la activación hormonal de las mujeres que nos rodean. Según los anunciantes de Axe, el uso de este producto masculino provocaba una licuefacción del público femenino. Seducir a una mujer: he ahí un motivo más que suficiente para ponerse desodorante. La protección higiénica, la neutralización de los hedores horripilantes y el mantenimiento de una cierta salubridad en el aire que respiran nuestros conciudadanos no serían motivos suficientes para usar desodorante, y el hombre necesita, además de todas estas razones, poder sacar un rendimiento añadido en el campo de la cópula y el ayuntamiento con el género opuesto. Esta estrategia publicitaria es altamente sexista pero ha funcionado maravillosamente, así que parece que los expertos en marketing tienen muy calado a su público.
Y hace poco hemos descubierto que el fabricante Dove ha incluido un mensaje en los botes de desodorante masculino, mensaje que dice lo siguiente: “Protección 48 h”. Con esta indicación, el fabricante está poniendo de relieve una ventaja competitiva, que es la duración del efecto de su producto, y ante eso no tenemos nada que decir. Sin embargo, el fabricante contempla la posibilidad de que un hombre se pase 48 horas sin ponerse desodorante, posibilidad que abre muchísimas puertas a la imaginación. Algunas personas pensarán que el uso del desodorante debería tener una frecuencia diaria y que solamente en casos extremos se puede posponer un día más la aplicación de este ungüento. Estos casos extremos serían acontecimientos de carácter fatídico como un secuestro, un safari sin brújula o una expedición al Himalaya que se vea atrapada en una ventisca de proporciones desorbitadas. En todos los demás casos, cualquier persona occidental tendría acceso más o menos próximo a una fuente de agua corriente y podría dedicar un cuarto de hora a ducharse y a ponerse desodorante. Sin embargo, Dove conoce a su público masculino y sabe que el uso del agua y el jabón es un engorro para muchos de nosotros; en vista de lo cual, Dove nos ofrece un desodorante cuyo efecto dura 48 horas y que nos exonera de obligaciones tan molestas como mantenerse limpio a diario.
Por tanto, los hombres necesitamos incentivos para incorporarnos a la desodorancia (según los publicitarios de Axe) y en todo caso nos gusta estar el mayor tiempo posible sin tener que ducharnos o higienizarnos (según Dove). Ante este panorama, abrimos un periodo de reflexión silenciosa.