Hablemos hoy de Mariano Rajoy. Espero que el amable lector sea indulgente con tan desgastado asunto. Al principio de la presente legislatura, Rajoy deambulaba por ahí con aspecto de chamuscamiento personal y político. El Partido Popular obtuvo en noviembre un resultado electoral raquítico; los casos de corrupción iban saliendo con una frecuencia altísima, y estos casos acentuaban la depauperada situación del presidente en funciones, que además sufría una ronquera que le duró varios días y que aderezaba muy adecuadamente su aire desvalido. Una parte importantísima de los comentaristas políticos de todas las ganaderías coincidía en señalar la necesidad de que, al estar sin apoyos parlamentarios, y al no poder encabezar ninguna renovación higiénica de las instituciones del Estado, el señor Rajoy se marchara a su casa. La perspectiva de unas posibles nuevas elecciones ponía más de relieve la necesidad de que el PP presentase un cartel diferente, porque los analistas más finos creían que este partido podría recuperar apoyos siempre y cuando hubiese un cambio de caras. Había muchos exvotantes populares que no habían votado en las últimas elecciones o que habían votado a formaciones como Ciudadanos, y estos votantes fugados estaban viendo con preocupación el panorama de atomización y de despendole parlamentario que se ha instalado después de las elecciones. Estos votantes volverían al redil del PP siempre y cuando el señor Rajoy abandonase el escenario, porque había una identificación clara entre don Mariano y una organización que parece tener en su seno determinadas cantidades de estiércol. Rajoy es Registrador de la Propiedad en Santa Pola (Alicante) y, aunque no sabemos muy bien si está en excedencia o no, podría trasladarse a esa magnífica localidad levantina y desenvolverse como pez en el agua. Rajoy ha dicho muchas veces que sus aspiraciones personales son las del ciudadano corriente.
Este panorama ha cambiado de forma sustancial gracias a los partidos que han protagonizado el vodevil de la gobernabilidad, que son PSOE, Podemos y Ciudadanos. Estos tres partidos llevan cuatro meses muy largos (y más largos aún nos han parecido) representando una obra de teatro que está dejando boquiabiertos a unos cuantos electores españoles, y esta obra de teatro se podría adscribir al género dramático que se conoce como la astracanada. La astracanada era un formato muy popular en las primeras décadas del teatro español del siglo XX, y su humor se basaba en el enredo argumental, en el retruécano, el juego de palabras de mayor o menor calidad y en la exageración de los personajes, cuyo tipo más importante era el del fresco. El mayor exponente de este estilo teatral fue don Pedro Muñoz Seca. Si el señor Muñoz Seca viviera hoy, pocos chistes podría añadir a lo que hemos ido viendo durante estas semanas.
Porque los mencionados partidos se han dedicado a sostener una serie de ficciones disparatadas que se han enfrentado una y otra vez contra la superficie más dura que existe, que es la de los números y la de la realidad programática insalvable, y el partido que más protagonismo ha adquirido en esta representación es el Partido Socialista, que es quien ha intentado mostrarse como el emulgente activo imprescindible para amalgamar una mayoría imposible. El PSOE lleva meses tocando la guitarra, si se me permite una expresión tan poco fina.
Hoy entramos en la decimoséptima semana de conversaciones y parece que ya todo el mundo da por sepultada la posibilidad de un acuerdo. Los partidos implicados han capitulado y barajan públicamente el calendario ya conocido, que pone sobre la mesa unas elecciones inminentes. Y estos partidos, con sus fabulaciones, sus cortejos cómicos, sus portazos y sus mohines dolientes, se han encargado de engrandecer de alguna manera la figura del señor Rajoy, que estaba oculta, amortizada y en coma. Rajoy se hizo a un lado inicialmente, dando una impresión de cobardía y/o cerrazón, pero lo que ha hecho es salir más o menos indemne del vodevil, con la colaboración principal de los partidos que han centrado el enredo. Los votantes del PP que quisieron dar la espalda a Rajoy podrían volver al redil enseguida. Rajoy es en estos momentos el rostro barbado de la responsabilidad institucional, pese a que capitanea un partido inmerso en asuntos del más tenebroso cariz.
Buena parte de los votantes de Rajoy le dio la espalda. Hoy, esos votantes contemplan el espectáculo que se ha creado y sienten la tentación de volver a votar a Rajoy. Es una sensación desagradable, de la que nadie quiere hablar, y que muy probablemente permanezca oculta en cualquier encuesta. Volver a votar a Rajoy forma parte de una claudicación en la que el votante renuncia a sus aspiraciones de transparencia y de decencia política a cambio de que determinadas cosas empiecen a funcionar. Digamos que algunos votantes van a taparse la nariz ante hechos gravísimos y van a votar con la intención de suspender el bochorno que se ha puesto en escena durante los últimos meses.
Todo esto no tiene ninguna gracia. Y el resultado último es la rehabilitación de Rajoy, que, una vez más, sobrevive a su terremoto merced a un inmovilismo y a una practicidad pasiva que han sido objeto de burla continua pero que alguien deberá glosar en el futuro como un mérito político de gran categoría.