El parlamentarismo moderno

La semana pasada tuvimos la suerte de poder ver el debate de investidura del señor Sánchez, candidato socialista a la Presidencia del Gobierno. Este debate se ha cerrado y seguimos sin presidente, aunque al menos hemos sido testigos de la consolidación del nuevo régimen, que es un régimen de oradores espectaculares. Sus señorías han puesto de manifiesto su capacidad dramática. El bochorno ha sido casi perfecto. Ninguno de los intervinientes en el debate es tan tonto o tan cándido como para pensar que de estas deliberaciones iba a salir algo con alguna proyección de prosperidad; en este sentido, el cinismo de estos señores ha alcanzado cotas admirables. Todos los oradores han puesto sobre el atril su armamento de prestidigitación y han mareado la perdiz con la mirada en las nuevas elecciones. Ninguno de los políticos que han subido a hablar tenía la menor intención de avanzar por el camino de la realidad más o menos concreta. Hemos visto intervenciones abiertamente beligerantes (como la de Iglesias en la primera jornada) y discursos cómicos (como el del mismo Iglesias en la segunda jornada); hemos visto alocuciones brillantes que se han pronunciado desde un enfoque ajeno a la realidad personal (como la de Rajoy); hemos visto alguna intervención literalmente indescriptible (como la del impresionante señor Rufián, de ERC); y hemos visto el lamentable papelón que ha tenido que hacer el señor Presidente del Congreso, de cuya nula preparación ya hablamos en este blog y al que deseamos que llegue sano y salvo al final de esta legislatura (y si la legislatura termina en junio, mejor para el señor López).

Los analistas más veteranos y con más cicatrices del Congreso se llevan una impresión de desolación completa. Hemos señalado que la composición de este parlamento responde a la nueva tendencia democrática, que es la tendencia que parte de una información fragmentada, orientada al titular en Twitter, y que desemboca en la demagogia más despendolada. Los parlamentarios de hoy, tan mediáticos, parecen personajes de poco vuelo, aunque es muy probable que sean personas listísimas. Algunos comentaristas con menos experiencia defienden que, pese al enorme tonelaje de vergüenza ajena sufrido durante estos días por todos nosotros, hay una idea de fondo que es muy positiva y es la siguiente: en este Parlamento hay una representación muy matizada de la estructura social de España, cosa que hasta ahora no se había dado nunca. Estos analistas creen que el bochorno es el peaje que hay que pagar por tener en el Hemiciclo a personajes derivados directamente de sectores ciudadanos que hasta ahora no tenían voz ni voto. Estos analistas no pueden negar que el espectáculo retórico que hemos visto sonrojaría a cualquiera pero insisten en la idea de que, a la larga, estos nuevos políticos van a insuflar aire fresco en las instituciones, que tanto olían a trastero y a humedad democrática. Nosotros somos conscientes de nuestras limitaciones en el ramo de la politología pero tenemos que poner en duda semejante optimismo. El supuesto aire fresco es viejísimo y nos retrotrae a tiempos parlamentarios que acabaron como el rosario de la aurora. La capacidad de creerse imprescindible, el sectarismo banderizo, las intervenciones de francotiradores parlamentarios y el filibusterismo democrático son manifestaciones que cualquier persona curiosa puede encontrar en otras épocas de la historia de España, épocas que, por desgracia, empezaron con la música entrañable de los discursos sentimentales y con la emotividad de las palabras pronunciadas con el corazón en la mano y que acabaron con auténticos baños de sangre.

Nosotros pensamos que, afortunadamente, la modernidad nos ha proporcionado unos niveles de confort que son un cinturón de seguridad contra la barbarie. La sociedad contemporánea se coordina de manera espontánea alrededor del progreso cibernético, y, así como nos ha traído a estos políticos del eslogan en Facebook, ha generado en nosotros unos anticuerpos contra estos mismos políticos, y esa barrera inmunitaria está fundamentada en la flojera. Nuestra flojera nos ha llevado hasta aquí pero simultáneamente nos impide cometer disparates que pongan en riesgo nuestra paga y nuestro teléfono móvil. Podríamos estar sin Gobierno pero no podremos ya estar sin móvil.

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